Hoy he vuelto a sentir que la situación se me escapa de las manos. Mi hija Lucía es un sol, esa chispa que ilumina cualquier reunión. Su forma de ser, tan abierta y generosa, atrae a amigos como abejas a la miel. Aquí en Zaragoza, nuestra casa siempre está llena de risas y compañeros suyos, no solo de su clase, sino de todas las edades. Me encanta que sea tan sociable, pero últimamente esto se ha descontrolado, y estoy al borde del colapso.
Todo empezó cuando Lucía comenzó a invitar a amigos a casa. Con este frío de enero, no me importa que pasen el rato bajo techo. Al principio, les ofrecía té con magdalenas, ponía música o inventaba juegos. Hasta me enternecía verla tan hospitalaria. Pero ahora trae a chavales que no conozco de nada, y su comportamiento me deja helada.
Ayer llegué del trabajo y me encontré en la cocina a dos adolescentes desconocidos. Estaban comiendo directamente de la olla, un cocido madrileño que había preparado para dos días. ¡No quedó ni un bocado! Dejaron los platos sucios en el fregadero y se fueron sin despedirse. Me hervía la sangre. No teníamos cena, y yo estaba demasiado cansada para cocinar de nuevo.
Intenté explicarle a Lucía que no puede traer a desconocidos y darles nuestra comida. Unas galletas, algún caramelo… vale. Pero lo que hay en la nevera es para la familia. Ella se enfureció, me llamó tacaña y se encerró en su habitación, dando un portazo que hizo temblar los cristales. No quiso hablarme. Me sentí culpable, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Al final, preparé unas patatas y unas croquetas para cenar. Lucía hizo un drama y ni se acercó a la mesa, como si yo fuera su peor enemiga. Por la mañana, antes de irme al trabajo, le avisé: «Hay comida para dos días. Vuelvo tarde, no podré cocinar». Pero cuando regresé pasadas las once, mi marido, Javier, estaba friendo patatas en una cocina vacía. Los amigos de Lucía habían arrasado con todo otra vez. Mi hija, otra vez encerrada, sin dar explicaciones.
Estoy desesperada. ¿Cómo hacerla entender? No escucha, solo suelta acusaciones absurdas: «Eres una agarrada, odias a mis amigos». ¿Será la adolescencia? ¿O hemos fallado en su educación? No sé cómo actuar. Me duele el alma: quiero que sea feliz, pero no puedo permitir este caos.
No soy una miserable, pero nuestro presupuesto no da para más. Javier y yo nos partimos el lomo trabajando para mantener a la familia. Intento cocinar cosas ricas para los nuestros, y al final acabo alimentando a críos ajenos. Mi madre no para de decirme: «¡Es hora de ponerse firme!». Pero yo no creo en los castigos físicos. Quiero solucionarlo con diálogo, ¿pero cómo? Lucía ni siquiera me mira, y siento que cada día me alejo más de mi propia hija.
¿Qué haríais vosotros? ¿Cómo le hago ver que esto nos perjudica sin que se sienta atacada? ¿Cómo pongo límites para que nuestra casa no se convierta en un comedor social? ¿Alguna vez habéis pasado por algo así? Necesito consejos… esto me supera.