No pienso comer eso”, dijo la suegra, mirando con desdén el plato de sopa.

—No voy a comer eso —declaró la suegra con desprecio, mirando el plato de gazpacho.

—¿Qué es esto? —Arrugó la nariz Carmen Aguilar, olfateando el aire como si hubieran colocado un cubo de agua sucia sobre la mesa.

—Gazpacho —explicó su nuera Lucía con una sonrisa, destapando una sopera de cerámica y sirviendo el caldo fresco y colorido—. Es un placer cocinar con verduras de nuestra huerta.

—No veo la diferencia —resopló la suegra—. ¡Pierdes una barbaridad de tiempo y esfuerzo en ese huerto!

—Es cierto —rió Lucía con amabilidad—, pero cuando es tu pasatiempo, se disfruta.

—Claro, cuando es *tu* pasitiempo. No uno impuesto —masculló Carmen, apretando los labios—. ¿Para quién has cocinado tanto?

—Para nosotros. No es mucho, solo para un par de días.

—No pienso comer esa bazofia —la suegra agitó las manos y retrocedió—. ¡Ni siquiera sé qué lleva! —Hizo una mueca de asco, tapándose la boca con la mano.

Lucía suspiró, conteniendo un gesto de exasperación.

Ella y Miguel, el hijo de Carmen, se conocieron hace año y medio. Se enamoraron en su primera conversación y se casaron al mes, sin ceremonias. Los ahorros los invirtieron en su sueño compartido: una casa rural que siguieron decorando con cariño.

En todo este tiempo, Lucía había visto a Carmen exactamente cuatro veces, igual que Miguel. Tres de esas visitas las propuso ella misma, insistiendo en reunirse en festivos.

Carmen siempre consideró el matrimonio de su hijo un capricho. Sin poder influir en un hombre adulto, esperaba el “fracaso natural” de la relación. Pero el tiempo pasaba, y su frustración crecía.

No entendía qué veía Miguel en esa “chica rústica”. Él, un hombre atractivo, siempre rodeado de mujeres más refinadas. Además, Carmen, urbanita hasta la médula, había criado a su hijo igual. Su intuición le decía que Miguel ya estaba harto de la vida campestre. Solo necesitaba un empujón para volver a la cordura.

¡Y debía actuar antes de que Lucía lo atara con un hijo!

El plan surgió solo: Carmen llamó a su nuera y se invitó a visitarlos, pues nunca la habían incluido en la inauguración de la casa. Lucía recordó haberlo intentado dos veces, pero Carmen siempre se excusó. Ahora, dos días después, estaba en el salón luminoso, indignada.

¡Su hijo, como ella y su difunto marido, odiaba las sopas! En su familia solo se comía lo reconocible a simple vista. ¿Cómo permitía Miguel que su esposa lo dominara? ¿Acaso lo había hechizado?

Carmen se estremeció. Observó a Lucía con resentimiento.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó la nuera, sirviendo otra ración—. Todo está claro: tomate, pepino, pimiento… Hasta un poco de pan remojado. ¡Ah, y aceite de oliva de nuestra cosecha!

—¡Vergüenza debería darte! —Carmen alzó la voz—. ¿Y por qué obligas a Miguel a comer esto?

—Él lo elige —respondió Lucía, perpleja.

—¿Y qué puede hacer un hombre si no hay otra comida en casa?

—Cocinar lo que le guste, pedir algo, visitar a su madre… —enumeró Lucía con ironía.

Carmen enrojeció.

—¡No seas insolente! Podrías haberme preguntado sus preferencias.

—Señora Aguilar, él me las dijo. Es adulto. Agradezco que le enseñaran a expresarse.

—¡Te miente para no herirte! ¡Se atraganta con tu… tu aguachirle!

—¡Ay! —Lucía fingió preocupación—. Ya está hecho. ¿Me ayudará a acompañarlo?

—¿¡Qué!? —Carmen casi gritó.

—Miguel valoraría su solidaridad.

—¡Tú…!

—¡Cariño, ya llegamos! —sonó la voz de Miguel en la entrada. Un ladrido alegre resonó, y un perro blanco entró corriendo.

—¡Aaah! —chilló Carmen, escondiéndose tras Lucía.

—Tranquila, es Lola. No muerde —dijo Lucía, alzando una mano. El animal se sentó obedientemente.

—¿Por qué tenéis un perro dentro? ¡Es antihigiénico! ¡Y Miguel los odia!

—No, madre, *tú* los odias —corrigió Miguel, entrando y besando a Lucía—. Justo a tiempo para comer.

—Hijo, aquí solo hay comida para cerdos —se quejó Carmen—. ¡Y ese animal apestará la casa!

Miguel miró a su madre, luego a la mesa. Su expresión se endureció.

—Había olvidado estas… *manías* —dijo con amargura.

—¡Son nuestras costumbres! ¡Nunca te quejaste!

—De niño, temía enfadar a papá. Después, evitaba discutir contigo.

—¿¡Qué dices!? —Carmen palideció. Lola ladró, agitada—. ¡Fuera! —gritó, amenazando al perro—. ¡Eres un pelele! ¿Eres el dueño aquí o no?

—Lo soy —respondió Miguel, firme—. ¿Dónde está tu equipaje?

—¡En la entrada! ¡Y tengo hambre!

—Perfecto. ¡Agradécele a Lucía su invitación!

—¿Qué…?

—Agradécele su último intento por llevarse bien contigo. Y pide disculpas.

—G-gracias… y p-perdona —farfulló Carmen, con rabia.

Lucía asintió, serena.

—Vamos.

—¿Adónde?

—A donde todo sea de tu gusto, tus normas, tus tradiciones.

—¡Miguel, yo…!

—Tú y papá odiaban las sopas, los animales, el campo. Mi opinión nunca importó. Pero él me dio un consejo: “Si no te gusta lo nuestro, crea lo tuyo”. Y lo hice, madre. Aquí mando yo. Si no te gusta, aún tienes tu piso.

—¡Ella te ha embrujado! —susurró Carmen, histérica.

Miguel la tomó del brazo, llevó su maleta a la puerta y abrió:

—El taxi te espera.

—¿Cuándo llamaste…?

—Le dije a Lucía que esperara. Tenía razón.

—¡Ingrato!

—Soy el dueño, como querías —Miguel cerró la verja.

—Brujería —murmuró Carmen, buscando en su móvil cómo “romper el hechizo”. Algo tenía que devolverle a su hijo.

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No pienso comer eso”, dijo la suegra, mirando con desdén el plato de sopa.