Javier dejó los cubos de agua en el banco de la entrada de la casa de Doña Carmen y se dispuso a marcharse, pero la abuela lo agarró de la manga, indicándole que la siguiera al interior de la vivienda. Se sentó en el banco ancho junto a la puerta y esperó las instrucciones de la anfitriona.
La dueña de la casa sacó en silencio una cazuela del horno, gesticuló hacia el reloj de pared, como diciendo que ya era hora de comer, y vertió un plato grande de sopa de repollo fermentado. Además, le sirvió un trozo de jamón, una cebolla y un trozo de pan crujiente. Luego, se acordó y sacó una botella de orujo. Su espalda encorvada estaba cubierta con un chal de lana. Aunque dentro de la casa hacía calor, llevaba puestas unas zapatillas de lana.
Con voz suave, Javier dijo:
– De sopa nunca digo que no. Pero no beberé, he prometido no probar alcohol, besé la imagen del santo y le dije al párroco que no caeré en esa tentación. La última vez armé tal escándalo en el centro social cuando, borracho, me puse celoso de Ana, que todavía me sorprende que no haya acabado en la cárcel. Por las sillas rotas tuve que pagar. Mi madre me dijo que tienes problemas en la espalda, por eso vine a traerte agua. Ahora disfrutaré de la sopa y luego traeré leña. Quizás tengas otra tarea para mí. Cada vez que mi madre me ve sentado frente al televisor, encuentra una nueva tarea que hacer.
Javier se rió de su propia ocurrencia hasta atragantarse. La abuela Carmen comenzó a golpearle la espalda como si estuviera clavando un clavo en la pared. Javier siguió comiendo la sopa con jamón y cebolla, y luego preguntó:
– Abuela, cuando te acuestas, ¿tu espalda se endereza o tienes que dormir encorvada?
Carmen miró a Javier con sus ojos azules entrecerrados por la sonrisa y agitó la mano.
– He visto tus fotos de joven, eras hermosa, con una melena impresionante y cejas bien arqueadas sobre tu amplia frente, y unos ojos que parecían luciérnagas. Mi Ana también es bonita. Mira, dime cómo no amarla. Te enumeraré sus cualidades y tú cuentas con los dedos. Pero me temo que no te alcanzarán: hermosa, elegante, modesta, amable, trabajadora, meticulosa, limpia, ahorradora, canta bien, baila bonito, nunca se ha casado, no bebe, no fuma, no anda de fiesta. Ves cuántas virtudes tiene.
Javier vio cómo los ojos de Carmen brillaban de risa. Aunque su voz no salía de sus entrañas.
– No obstante, ¡qué ojos tan claros y hermosos tiene la abuela para su edad!, pensó el joven. – Abuela, ¿conoces a Ana?
Carmen alzó las manos, encogiéndose de hombros, dejando entender: “¿Quién sabe cómo son ustedes, buenos o malos?”
– Claro, no somos como ustedes. Ustedes temían a sus padres, los obedecían. Nosotros, si algo no nos gusta, lo decimos y vamos contra todo. Tenemos nuestra propia opinión. Mi padre, antes de hacer cualquier cosa, siempre me consulta. Y mi madre ya cree que soy el dueño de casa. Todos mis hermanos se fueron a las ciudades, y hasta que no me case, viviré con ellos. Quiero casarme y tener muchos hijos. Ana es robusta. Como veterinario puedo decir que ella podrá tener todos los hijos que hagan falta. Ah, olvidé mencionar que está muy sana. ¿Te faltaron dedos para contar? ¡Eso es!
Javier comió hasta quedar satisfecho y el calor del hogar lo adormeció. A pesar de los dolores de espalda de Carmen, la casa estaba impecable. Especialmente llamaba la atención la gran cama con un cubrecama mullido, almohadas hasta el techo y un faldón decorativo.
Javier soñó despierto:
– Me gustaría tener una cama así en mi primera noche de bodas. O quizá no, podría derretirme en el calor de las mantas y olvidarme de todo.
Continuó en voz alta:
– Cuando Ana termine sus estudios y regrese al pueblo, haremos una gran boda. Estudia para ser enfermera. Imagínate lo bien que queda: yo cuido a los animales, y ella a las personas. Aunque mi madre llama animal a mi padre a menudo. Pero viéndolo bien, todos somos un poco animales. ¿Oíste de Lucho? Robó una moto a Pedro y la hundió en el lago. ¡Un animal! Y Víctor que fumó en el granero y casi quema la casa. ¡También un animal!
Pero el peor de todos fue Sergio. Salía con Lucía, la engañó, ella quedó embarazada y él llegó del pueblo con otra novia. Lucía estaba desesperada, pensábamos que haría algo malo. Pero ayer la vi, feliz, presumiendo su barriga y diciendo que tendrá un niño, un regalo de Dios. Y me pregunto cómo ese infame puede pasar por delante de su casa, sabiendo que allí vive su hijo. Pero nunca dejaré a Ana. Cuando la veo, quiero abrazarla tan fuerte, que se funda entre mis brazos, como si fuéramos uno solo. Pero es una joven modesta, no dará el paso antes de casarse. Esa boda será su límite, no la arrastraré mediante la fuerza. Será una gran enfermera, te enderezará la espalda enseguida. Sabe inyectar sin dolor; un mosquito pica más. A veces pienso que cuando el ayuntamiento nos dé un chalé, te extrañaré, abuela, pues no estaremos cerca. Pero siempre encontraré tiempo para ayudarte y charlar contigo. ¿Qué más tienes para probar?
Carmen, con agilidad, volvió a tomar el asidero y sacó una olla de carne con arroz. El aroma del arroz llenó la estancia. Javier, con la nariz tan arrugada que casi se la torcía, cogió la cuchara y, como un niño, golpeó la mesa. Carmen sonreía, sus ojos brillaban al ver que sus comidas agradaban al joven.
– Puedes descansar en la cama mientras termino de comer. ¿O es solo para decoración? No te preocupes, Ana y yo la usaremos bien.
Javier se atragantó de nuevo, pero Carmen no le golpeó la espalda esta vez. Quería consolarlo, agradecerle por su positividad, por hablar y compartir sin prisas. Con sus manos rugosas y callosas le acarició la espalda, dando ligeros toques, y luego le besó la coronilla.
Javier se levantó de la mesa diciendo:
– ¿Cómo podré trabajar con el estómago tan lleno? Ahora lo que necesito es tumbarme en la cama.
Se rió y salió al patio. Trajo varios brazos de leña, barrió la entrada, fue al corral, inspeccionó el chiquero, se inclinó ante la dueña y se marchó a casa.
– ¿Dónde andabas metido? Ana te ha llamado varias veces, y tú sin soltar palabra con Carmen, – inquirió la madre.
– ¿Acaso es fácil escaparse de ella? Siempre pide que le cuente algo, – rió el hijo. – Mamá, ¿es muda de nacimiento?
– No, hijo. De niña, durante la guerra, cantaba como una artista. Iba de casa en casa interpretando canciones patrióticas. Cuando llegaron los enemigos, mientras ejecutaban a unos partisanos, entonó “La guerra sagrada”, y le cortaron la lengua. Los resistentes la salvaron antes de que la fusilaran. Nosotros pensábamos que era muda desde que llegó aquí, pero el alcalde nos contó su historia. Su aldea se desmoronó, pero nuestro pueblo creció, y por eso la ayudaron a conseguir esta casa. A veces, los humanos somos peores que los animales, encerrados en nuestras casas y sin preocuparnos por otros. Aunque sea muda, entiende todo.
– Mamá, ¡ella habla con los ojos! Le menciono a Ana y se ilumina. Y cuando hablé de Sergio, rayos salían de sus ojos. Tiene las manos tan suaves. ¿Sabes quién es para mí? Nadie, pero deseo hablar con ella, compartir cosas.
¿Y sabes por qué? Porque es buena, habla desde el alma. Y no gesticula como otros mudos, parece más que está pensando. Mañana prometí ayudarla en el granero, me pidió mucho. Así que no me busques tareas; estaré ocupado.