No juzguéis al corazón reservado

En el pueblecito de Valdeperal, perdido entre las llanuras de Castilla, la tía Lola no era querida por nadie. Ella misma evitaba a las gentes, y “evitaba” era decir poco. Los vecinos coincidían en que les odiaba. Era fuerte como un roble: ancha de espaldas, más alta que muchos hombres del lugar, obligaba a alzar la vista para mirarla a los ojos. Pero nadie buscaba esa mirada—no respondía a los saludos, murmuraba entre dientes y seguía su camino sin levantar la vista. O mejor dicho, sin bajarla, pues su estatura era descomunal.

Vivía Lola en el centro del pueblo, en una vieja casa que, según recordaban los mayores, había levantado su padre. La rodeaba una cerca tan alta que pocos se atrevían a asomarse. La tía Lola no se andaba con contemplaciones. Una tarde de verano, unos mozos borrachos treparon la valla por curiosidad—querían ver cómo vivía aquella arisca. Lola, al divisarlos por la ventana, salió al portalón con una escopeta heredada de su padre y, sin mediar palabra, disparó al aire. Desde entonces, todos daban un rodeo a su patio.

Su hacienda no era poca: gallinas, ocas, conejos y dos cabras. Los vecinos cuchicheaban: “¿Para qué tanto? Con su pensión le sobraría, pero es tacaña”. Mataba ella misma los animales y los vendía en el mercado comarcal, donde lo despachaba todo en un día. Guardaba los billetes bajo el refajo y volvía a su sólida casa. Con la leche de cabra hacía queso al modo antiguo—caro, pero dicen que en la ciudad tenía compradores fijos. Todo era de calidad: aves limpias, conejos cebados, huevos grandes. No regateaba, pero la gente compraba con gusto.

Cuando hablaban de ella, los viejos decían que Lola siempre había sido huraña. Su madre murió cuando ella gateaba aún. Se quedó sola con su padre—tan robusto y huraño como ella. Años después, él trajo una madrastra de un pueblo cercano, pero esta huyó al mes con una maleta hacia la estación. Algunos susurraban que fue por culpa de Lola. Así que quedaron padre e hija. Cuando Lola creció, su padre se fue a vender a la ciudad y desapareció. ¿Lo mataron? ¿Siguió a su mujer? Nadie lo supo. Lola se quedó sola. Para siempre.

No se casó. “¿Quién aguantaría a esa?”, cotorreaban en el pueblo. Los años pasaban, la gente moría, nacían nuevos, pero Lola parecía congelada en el tiempo. Ni siquiera las canas la tocaron—siempre cubría su cabeza con un pañuelo, del que asomaban sólo una mandíbula fuerte, una nariz aguileña y unas cejas espesas como talladas en piedra.

Una noche de invierno, la casa de los vecinos, los Méndez, se incendió. Lola, sin decir nada, apareció con una gancha y, mientras llegaban los bomberos, ayudó a apagar las llamas. Movía los maderos ardientes con tal destreza que luego pudieron reconstruir la casa casi con lo mismo—no dio tiempo a que ardiera del todo. Los vecinos le dieron las gracias, pero ella sólo gruñó y se marchó sin volverse.

Cuando Lola murió, llegó al pueblo la directora del orfanato San Rafael, doña Carmen, con tres cuidadoras y una docena de niños. Los vecinos, más por curiosidad que por pena, entraron en su patio. Todo estaba en perfecto orden: gallinero, conejeras, establo para las cabras—como en esos folletos de granjas europeas. Dentro, la casa relucía de limpia, pero vacía. Mesa, silla, cama de hierro con el somier hundido, una alacena torcida con un plato rajado, una cuchara, un cuchillo y un vaso sin asa. Junto a la ventana, un banco viejo reluciente por el uso, y en la cocina, ropa doblada con esmero. Nada más.

Sobre la mesa había un sobre, con letra firme: “A doña Carmen Ruiz, de Lola Martín González”. La directora lo abrió y leyó un trozo de papel arrancado de un cuaderno. Más tarde contó que, durante veinte años, Lola había enviado cada mes dinero al orfanato—cantidades importantes, que les sacaban de apuros. En la nota decía: “Dejo mi casa, tierras y bienes al orfanato San Rafael. Los niños no tienen culpa de nada”.

Los vecinos callaban, mirando aquella casa vacía. Alguien recordó cómo Lola, de niña, se sentaba junto al río, mirando el agua como si esperara a alguien. Otro murmuró que quizás su padre no desapareció, sino que huyó, abandonándola. Y ella, con el corazón cerrado, cargó con ese peso toda la vida. Hasta que, al final, se lo dio todo a quienes no tenían culpa alguna. Así aprendieron que las apariencias engañan: el silencio puede ser generosidad, y la dureza, un disfraz del amor.

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No juzguéis al corazón reservado