Nadie Esperaba un Giro Tan Dramático en el Divorcio de Nuestros Padres

 

Nuestros padres, Javier y Carmen, destrozaron su matrimonio en el instante en que mi hermano Luis y yo por fin establecimos nuestras propias vidas: formamos familias, tuvimos hijos, comenzamos a ganarnos el sustento por nuestra cuenta y nos lanzamos a la aventura de la independencia en las serenas tierras de La Mancha.

 

Desde donde alcanzan mis recuerdos, su casa en Barcelona nunca fue un remanso de paz. Peleas estruendosas, acusaciones cortantes y enfrentamientos sin fin resonaban entre las paredes. El caos solo se aquietaba cuando llegaba la noche, tal vez porque el cansancio los vencía o porque la oscuridad imponía una tregua frágil.

 

Dormían en la misma cama, pero al despuntar el alba, la tormenta volvía a desatarse…

 

Y entonces llegó su aniversario de plata. Una mesa cargada de exquisiteces, copas que chocaban con brindis emotivos, rostros iluminados por sonrisas… hasta que el clímax de la noche cayó sobre nosotros como un rayo inesperado:

 

– “Gracias a todos por estar aquí, pero mañana se acaba todo. Vamos a pedir el divorcio.”

 

Los invitados rieron incómodos, pensando que era una broma macabra, pero Luis y yo cruzamos miradas cargadas de pavor, sabiendo que no era un juego. Cuando los últimos asistentes se marcharon, acorralamos a Javier y Carmen, con el corazón latiendo desbocado, y su respuesta fría e inquebrantable nos golpeó como un mazazo.

 

Al amanecer, irrumpieron en la oficina del registro civil, aferrando los papeles del divorcio como si fueran armas listas para la batalla. Durante los tres meses interminables que siguieron, mientras el proceso legal avanzaba con lentitud, les suplicamos –con las rodillas temblorosas y las voces rotas– que recapacitaran, que retrocedieran del abismo. Pero su determinación era de piedra, inmune a nuestras súplicas.

 

Y como si ese sufrimiento no bastara, se lanzaron a una devastadora demolición de todo lo que habían compartido. Mientras esperaban la sentencia final, dividieron sus bienes con una precisión feroz, peleando por cada nimiedad. El golpe más desgarrador llegó cuando se disputaron a nuestro perro, Lobo –una lucha encarnizada que terminó con Carmen reclamándolo como botín de su “triunfo”.

 

Pero la verdadera pesadilla –la que nos heló la sangre en las venas– aún estaba por revelarse. No se conformaron con repartir sus posesiones; dirigieron sus cuchillos hacia nosotros, sus propios hijos. A mí, Diego, junto con mi esposa e hijos, me asignaron al bando de Javier, mientras que a Luis, su mujer y su pequeño los ataron a Carmen. Era como un drama cruel, nuestras vidas despedazadas para saciar su sed de venganza.

 

Luis y yo quedamos petrificados, sujetándonos la cabeza en una desesperación impotente, mientras nuestras parejas nos miraban en silencio atónito, sus gestos reflejando la locura que nos envolvía –¿y quién podría culparlas? El divorcio arrasó como un huracán– ruidoso, desgarrador e implacable –y cuando el polvo se asentó, nuestros padres sellaron su brutal separación. Mis gritos hacia Carmen se pierden en el vacío; los intentos de Luis por contactar a Javier se hunden en el silencio. ¿Reencuentros? Impensables. ¿Vínculos? Destrozados.

 

Estamos como atrapados en una tragedia aterradora, debatiéndonos entre las olas de hostilidad de nuestros padres, hundiéndonos más y más en este pantano asfixiante de distanciamiento, sin vislumbrar ninguna salida en la oscuridad.

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