El hijo no me invitó a su boda porque me consideró una vieja. Ahora no estoy segura de si alguna vez le importé.
Todavía, como en una niebla, recuerdo aquel día cuando mi hermana me llamó para felicitarme:
—¡Por fin! ¡Tu hijo se ha casado!
Me quedé helada al teléfono.
—¿Qué? —logré susurrar—. ¿Se ha casado?… Debes de confundirte. Él me lo habría dicho. Al fin y al cabo, soy su madre…
Pero no se equivocaba. Su hijo había visto en redes las fotos: mi hijo, de traje, junto a una novia vestida de blanco, un mar de flores, camareros, música, un banquete… Y la leyenda: *«El día más feliz de mi vida»*.
Me senté. Simplemente me dejé caer en medio de la cocina. La tetera silbaba, las tortitas se enfriaban en la sartén. Y yo, inmóvil, con la cabeza martilleándome una sola pregunta: *¿Por qué?… ¿Por qué no me lo dijo?*
Lo tuve tarde. A los treinta y uno, que hoy no es nada, pero en aquel entonces en el hospital me llamaban «primípara añosa». A los diez años de nacer él, su padre se fue —un infarto en el trabajo. Nos quedamos solos. Yo tiré del carro como pude. Trabajé, pasé noches en vela, me privé de todo para que a él no le faltara nada. Me olvidé de mí. Ni vida personal, ni descanso— solo él.
Creció, terminó la universidad, se mudó a un piso de alquiler. Vivía su vida, y yo no me entrometía. A veces pasaba, traía fruta, contaba que todo iba bien. Me conformaba con eso. Luego vino a presentarme a Lucía— una chica dulce, diez años menor, callada, sonriente y sencilla. Me cayó bien. Hasta pensé: *«Por fin. Tiene a alguien que será su familia»*.
Se marcharon, y yo me quedé en la cocina, sonriendo, imaginando cómo cuidaría de mis nietos. Estaba segura— si me la presentó, era algo serio. Y claro, si había boda, me llamaría.
Pero me equivoqué.
Cuando le llamé, no respondió. Después devolvió la llamada, como si nada hubiera pasado. Intenté hablar con calma:
—¿Tienes algo que contarme?
Vaciló.
—Ah, ya te enteraste… Sí, ayer nos casamos. Mañana nos vamos de luna de miel. Iba a pasar a verte…
Y en efecto, media hora después apareció: con un pastel, con flores. Me besó en la mejilla. Se sentó como si no fuera nada.
—Bueno, hubo boda. Pero fue algo íntimo, solo gente joven. Ya sabes, música, baile… A ti te hubiera costado— lo soltó como si hablara de no invitarme a una barbacoa.
—¿Y a los padres de Lucía sí los invitasteis?— pregunté.
—Pues… sí. Pero ellos no han cumplido los cuarenta…
Algo se rompió dentro de mí.
—Yo tengo sesenta. Así que ya no encajo en vuestro plan, ¿verdad?
Bajó la mirada. Comió pastel en silencio. Lo observaba sin entender en qué momento nos volvimos extraños. No pedía ir al banquete. No necesitaba su fiesta juvenil. ¿Pero ni siquiera al registro civil? ¿Por qué me enteré por mi hermana y no por él?
—No lo pensamos— dijo cuando se lo pregunté.
*No lo pensamos*. ¿Saben lo más terrible de esas palabras? No es la rabia, ni el rencor— es la indiferencia total. No le pareció relevante. Lo olvidó. Ni se le ocurrió.
Y yo fui su vida entera. Pasé noches en vela cuando tenía fiebre. Cargué bolsas pesadas cuando no había dinero. Lavé, cociné, hice horas extras solo para que él lo tuviera un poco más fácil. Nunca me permití ser débil. Nunca.
Y él… se casó. Sin mí. Ni siquiera pensó que a su madre le dolería. Que quizá, en ese momento, estaría sola en un piso vacío, mirando fotos viejas, preguntándose: *¿Alguna vez le importé?*
Ahora me pregunto: si no hubiera llamado, ¿me lo habría dicho? ¿O habría seguido viviendo en silencio, sin compartir su boda, sin creer necesario mencionarlo?
Dicen que los hijos no deben nada. Cierto, no deben. Pero, ¿es normal olvidar a tu madre el día que llamas *«el más feliz de tu vida»*?
Se fue, y la casa quedó en silencio. No lo culpé. No grité, no armé escenas. Simplemente lo dejé ir.
Quizá llega un momento en que debes aceptar que tu hijo es adulto, y que ya no hay sitio para ti en su vida. Pero no pensé que dolería tanto.