Lucía y Javier se preparaban para su boda. La víspera de la celebración, la madre de la novia, Carmen López, visitó a la familia del novio para conocer a su futura consuegra. La reunión tuvo lugar en casa de la madre de Javier, Isabel Martínez. Hablaron de los detalles de la boda y compartieron una cena. A la mañana siguiente, mientras Carmen se despedía, Lucía la acompañó hasta la puerta.
—¿Qué te parece Javier? —preguntó la joven.
—Es un buen chico —respondió su madre con una sonrisa, aunque suspiró con pesar.
—¿Qué pasa, mamá? —Lucía frunció el ceño.
—Hija, mantente lejos de su madre. Hay muchas cosas que aún no sabes de ella.
Sus palabras pronto cobraron sentido.
Cuando Lucía descubrió que su suegra planeaba vivir con ellos, fue clara con su marido:
—Tendrás que elegir: o yo, o tu madre.
—No voy a elegir —respondió Javier con calma—. Seguiremos con nuestra vida, y ella que resuelva sus propias cosas.
—¿Así que no permitirás que se mude con nosotros?
—Ya se lo he dicho.
—¿Y cómo reaccionó?
—Se enfadó. Me llamó desagradecido y dijo que me arrepentiría.
—Algo esperable…
Isabel se había jubilado joven tras años como azafata de vuelo.
—Basta. Ya he trabajado suficiente —dijo al recibir una buena pensión, mucho mayor que la mayoría.
Pero pronto comprendió que ese dinero no cubría su estilo de vida. Así que decidió traspasar los gastos a su hijo.
—Te crié, te di estudios. Ahora te toca cumplir con tu deber —le dijo cuando Javier tenía solo 23 años—. A partir del mes que vienes, pagarás el piso y la comida.
—De acuerdo —aceptó él—. Pero, ya que me ocupo de todo, no te metas en mi vida.
Ella accedió y, hay que reconocerlo, cumplió. No le interesaba demasiado la vida de su hijo. De hecho, Javier creció principalmente con sus abuelos mientras ella intentaba, sin éxito, forjarse una vida propia.
Pasaron los años. Su hijo se independizó y se mudó con ella en la adolescencia. Durante cinco años, pagó el alquiler y los gastos sin protestar. Isabel disfrutaba su jubilación, gastando solo en sí misma.
Cuando cumplió cincuenta, Javier llevó a Lucía a casa.
—¡Qué elegante eres! —dijo la joven al conocer a su suegra—. No parece usted jubilada.
Al enterarse de que vivirían juntos, Isabel sonrió: «Me alegro», dijo. Y pensó: «Ahora ni siquiera tendré que cocinar».
Lucía lo tomó como un gesto sincero, pero Javier le aclaró:
—A mamá simplemente le faltó valor para echarnos. Los últimos cinco años, yo he pagado todo.
La visita de Carmen López terminó por disipar las pocas ilusiones que quedaban:
—Hija, ten cuidado. Esa mujer solo piensa en sí misma. Os abandonará en cuanto le convenga. Lo importante es que te apoyes en Javier. Me gusta. Pero con su madre no habéis tenido suerte.
Seis meses después, Isabel se enamoró. Un hombre llamado Antonio comenzó a aparecer cada vez más. Hasta que un día…
—Tenéis dos semanas para iros. Vendo el piso. Me mudo a Sevilla.
—¿En serio? —preguntó Javier, atónito.
—¿Por qué no? Es mi derecho. El piso es mío. Me lo regalaron mis padres.
—¿Y nos echas así?
—Sí. Todo legal.
Javier salió sin decir nada. Esa misma tarde, empezaron a empacar. Se mudaron a casa de un compañero de trabajo que buscaba inquilinos. Un mes después, Isabel vendió el piso y se fue con Antonio.
Días más tarde, Javier intentó pedirle un préstamo:
—No, claro que no —respondió ella con frialdad—. Todo está calculado.
—Pues suerte —dijo él.
—Igualmente —sonrió ella, sin siquiera un abrazo de despedida.
Un año después, Isabel llamó: se había divorciado, Antonio desapareció con su dinero. Quedó sin hogar y volvió exigiendo:
—Viviré con vosotros.
—No. Con lo que te queda, pide una hipoteca.
—¿Hipoteca? ¿A mi edad? ¿Con mi pensión?
—Busca trabajo. Como hace todo el mundo.
—¿Así que no me ayudas?
—No te debo nada, mamá.
Ella estalló:
—¡Eres un ingrato! ¡Te crié!
—Solo sigo tu ejemplo —respondió él con serenidad.
Isabel sobrevivió con amigas mientras tuvo ahorros. Después, solo recibió negativas. Volvió a rogarle a su hijo.
—No estás enferma ni eres tan mayor. Busca trabajo. Alquila una habitación. Esfuérzate.
—¿No te doy lástima?
—No. Me recuerdas a la cigarra que pasó el verano cantando.
Finalmente, Isabel encontró solución… no con un trabajo, sino con un nuevo matrimonio. Con el primero que pasó. Pero al menos, con techo propio.
Aunque esa… ya es otra historia.
**Moraleja:** Quien siembra egoísmo, cosecha soledad. El amor no es moneda de cambio, sino un lazo que se nutre con respeto.