Hace dos años, mi vida cambió para siempre. Perdí a mi hija, **Isabela**, y a su esposo, **Pablo**, en un terrible accidente de tráfico. Desde entonces, he estado criando a sus dos hijos — **Mateo** y **Alejandro**. Sus preguntas — “¿Dónde está mamá?” — me partían el corazón, y solo con el tiempo los niños aceptaron que sus padres no volverían.
Pero una mañana soleada, todo cambió. Caminábamos por el parque cuando Mateo gritó emocionado:
— ¡Abuela, mira! ¡Son mamá y papá!
Me giré — y me quedé paralizada. En una banca cerca del café estaba sentada una pareja que se parecía **exactamente** a Isabela y Pablo. La misma postura, los mismos gestos — incluso la risa me resultaba dolorosamente familiar. El corazón se me encogió entre el dolor y la esperanza.
Al volver a casa, me esperaba una carta anónima: *“No están muertos. Busca en **San Benito**.”* No podía creer lo que leía. Esa misma noche, recibí una llamada del banco: alguien había usado una antigua tarjeta de Isabela. Lo supe de inmediato — tenía que descubrir la verdad.
Fui a San Benito. Allí, en una casita a las afueras del pueblo, vi siluetas que reconocí de inmediato. Vivían con otros nombres — Isabela ahora se llamaba **Laura**, y Pablo era **Andrés**. Toqué la puerta. Se abrió — y allí estaba ella. Viva.
— Mamá…, susurró. Tenía miedo de que nos encontraran…
Sus ojos estaban llenos de remordimiento. Lo confesaron todo: huyeron por deudas y amenazas de criminales. Lo arriesgaron todo — incluso a sus propios hijos. De verdad creían que era lo mejor.
— Los estuvimos observando desde lejos — dijo Pablo. — Sabíamos que los niños estaban seguros contigo. Pero los extrañábamos cada día.
No sabía qué sentir. ¿Alegría? ¿Ira? ¿Alivio? Las lágrimas me corrían por las mejillas. Abracé a Isabela y le dije:
— Tienes que contarles todo a tus hijos.
Regresaron conmigo. Mateo y Alejandro no podían creer lo que veían. La alegría del reencuentro era real. Pero la felicidad no duró mucho. Al día siguiente llegó la policía — Isabela y Pablo fueron arrestados por fraude y falsificación de identidad.
— Desaparecerán otra vez — dijo uno de los agentes. — Pero esta vez, por mucho tiempo.
Volví a quedarme sola con mis nietos. Y aunque el dolor seguía presente, sabía que había hecho lo correcto. La verdad — por más dolorosa que sea — es mejor que una mentira bonita.