La jaula dorada, o cómo perdí mi esencia en el matrimonio
Cuando nací, mi madre me llamó Lucía. Creía que este nombre —luminoso y alegre— haría que su hija sonriera siempre, feliz y amada. Nadie imaginó que con los años, las sonrisas se volverían escasas y la dicha, mero teatro para los demás.
Todo comenzó al conocerle a Él. Javier. Alto, de porte elegante, con una voz firme y una mirada capaz de helar el vuelo de las mariposas en el vientre. Parecía el hombre ideal que tanto había imaginado. No supe ver el control férreo tras su seguridad, ni la voluntad inflexible oculta tras galanterías. Me enamoré. Por necia, por joven, con los ojos cegados y el corazón ingenuo.
Nos casamos rápido. Pensé que si un hombre te ama, desea hacerte su esposa sin demora. ¡Qué error! Él sí quería hacerme «suyia»: en todo sentido. Propiedad. Sumisa. Obediente.
Al principio, todo era maravilloso. Cenas en restaurantes de Madrid, viajes a Costa del Sol, joyas de Tiffany. Esquí en Sierra Nevada en invierno, cruceros por Baleares en verano, fiestas en salones exclusivos. Una vida envidiada: likes en Instagram, suspiros de amigas. Pero dentro, solo vacío. Entre tanto brillo, me desvanecía.
Él decidía sin consultarme. Elegía dónde cenar, qué ropa me favorecía, hasta el tono de voz adecuado.
—Cariño, ese vestido es de mercadillo. ¿Quieres que piensen que no te mantengo bien?
—Las sudaderas son para adolescentes. Una dama viste con elegancia.
—Habla más suave. Así no atraes miradas vulgares.
Intenté bromear, negociar. Solo topé con un muro de hielo. Nunca alzó la voz ni me golpeó. Su mirada bastaba: una decepción silenciosa que me avergonzaba. Quise ser perfecta. Lo intenté. Y sin notarlo, dejé de ser Lucía.
Lo peor vino al hablar de hijos. Con treinta años, el deseo de ser madre me quemaba. Su respuesta me paralizó:
—¿Para qué? Tú me bastas. No permitiré que nadie arruine lo nuestro.
¿Amor? Me sentía prisionera. No quería compartir ni un ápice de mi afecto. Anhelaba monopolizarlo. No deseaba una familia, sino una esposa decorativa. Sumisa.
Cada día me ahogo más. Aunque vivo entre lujos en nuestro ático en Salamanca, no soy libre. Cada paso, vigilado. Cada deseo, censurado. No puedo anhelar. Solo existir como «suya».
Intenté una conversación seria. Le dije que necesitaba ser madre, escapar de ser un adorno en casa. Me abrazó, dulce y frío.
—Exageras, mi amor. Eres mi tesoro. Un hijo te robaría de mí.
Su voz no tenía ira, sino convicción fanática. Como si decidir por ambos fuera su derecho. Como si yo fuese un objeto valioso. Amado, pero objeto.
No he vuelto a mencionarlo. Pero a los treinta y dos, el miedo me corroe: ¿seré eterna rehén de este «amor»? Anhelo un hogar donde respirar. Donde mi voz importe. Donde exista como persona, no como escaparate.
Escribo esto porque no sé qué hacer. Tal vez aún le quiero. O quizá añoro al hombre que fingió ser al principio. Pero si continúa así, me romperé. Dejaré de existir.
¿Cómo explicarle que el amor no es una jaula, aunque sea de oro? ¿Que el matrimonio es pacto, no dictadura? ¿Que no debo elegir entre quererle y vivir? ¿Cómo hablar si solo escucha su eco?
No quiero irme. Pero tampoco puedo seguir así.