– ¡Hola! Estoy aquí por el anuncio de la habitación.
En la puerta del piso donde vivía Juana Isabel se encontraba una auténtica “ratoncita gris”: vestía unos vaqueros desgastados, una camiseta de tanto uso que había perdido color, en sus pies lucía unas zapatillas de deporte muy usadas, y sostenía un bolso que no era gran cosa. Su cabello rubio y ondulado estaba recogido en una sencilla cola de caballo. No llevaba ni un gramo de maquillaje. Sólo sus ojos, grandes, azules y claros, llamaban la atención…
Mirando atentamente a la chica, Juana Isabel asintió con la cabeza: “¡Entra!”
– Entonces, querida, nada de gastar electricidad a lo loco, no malgastes agua, todo con moderación, ¿de acuerdo? ¡Y que esté todo limpio! ¡Nada de invitados! ¿Entendido?
La chica sonrió y asintió con la cabeza: “¡Sí, de acuerdo!”
– Dócil – pensó Juana – Algo raro de encontrar hoy en día… Se nota que viene del pueblo.
De la siguiente conversación, quedó claro que la chica se llamaba Elisa y, efectivamente, provenía de un pueblo donde su familia tenía una granja, y ella había llegado para estudiar veterinaria.
– ¡Entendido! ¡Vas a cuidar cerdos! – sentenció Juana Isabel.
Elisa no mostró ni un ápice de ofensa, solo sonrió: – Y cerdos, y vacas, y caballos, además de gatitos, perritos, ¡todos! Los animales también se enferman.
– Sí, sí. Aquí no hay quien cuide de las personas, pero animales… de sobra – protestó la mujer con sinceridad.
***
En suma, la inquilina dejó una buena impresión en Juana: era humilde, no se imponía, era silenciosa, obediente, ordenada, mantenía el piso limpio, se preparaba su comida e incluso compartía con la dueña.
Particularmente, a Elisa le salían muy bien las tortitas: apetitosas, finas como papel de fumar, esponjosas y doraditas. La mano de Juana se movía por sí sola hacia esas delicias. Esas tortitas eran un verdadero prodigio culinario: se deshacían al instante en la boca antes de llegar al estómago.
Juana Isabel y Elisa incluso se hicieron amigas, y a veces pasaban las noches tomando una taza de té.
Y todo podría haber marchado bien, y Elisa podría haber terminado su carrera tranquilamente, mientras vivía en el piso de Juana Isabel. Pero entonces, después de seis meses de trabajo en el Norte, regresó el hijo de la mujer – Miguel. Un hombre joven y apuesto, “igualito a su padre” – suspiraba su madre para sí.
A Juana Isabel le gustaba llamar a su querido hijo “Michel” a la francesa. El joven fruncía el ceño ante esa forma de dirigirse a él, pero lo soportaba: “al fin y al cabo, es mamá”.
Hay que decir que ella crio a su hijo sola, y aparentemente por eso lo consideraba de su propiedad.
Quizás por eso, el hecho de que su Michel conversara de manera agradable con la inquilina en la cocina y devorara con apetito sus tortitas dejó a Juana en estado de shock. ¡Y encima no solo eran tortitas! Ese “sinvergüenza” también devoraba con los ojos a esa “granjera”. Juana Isabel simplemente se quedó pálida ante esta revelación.
– ¡Mi hijo no tiene ningún gusto! – pensó horrorizada la dueña.
***
Desde ese momento, Juana comenzó a odiar a su inquilina: ahora limpiaba los suelos de forma incorrecta, hablaba mal, incluso las tortitas ya no le sabían igual. Pero lo que más aterraba a Juana era la mirada enamorada con la que su hijo, su sangre, miraba a esa “insulsa campesina”…
– ¡A mí, su madre, su único ser querido no me ha mirado nunca así! – pensaba indignada, llorando en su almohada por las noches.
– ¡He criado una víbora en mi pecho! – lloraba al teléfono, compartiendo su desgracia con su mejor amiga, Irma Victoria, una dama solitaria del mismo tiempo.
– ¡Yo pensé que Michel no le prestaría atención a esa insulsa campesina! ¡Por eso la dejé entrar! Y ella, con sus ojitos pintados y el pelo suelto, lo hechiza con tortitas.
Irma escuchó a su amiga, suspiró, exclamó y dio su opinión experta:
– Ay, ten cuidado, Juana, ¡no sea que lo embruje! Estas palabras de Irma añadieron leña al fuego de odio e incomprensión que ya ardía en Juana, llevándola casi a un ataque cardíaco.
No es que Juana creyera en cosas como amarres y hechizos… ella calificaba todo eso como “oscurantismo y barbarie”, pero solo la idea de que otra mujer había captado la atención de su hijo la enloquecía.
Pasaba los días quebrándose la cabeza pensando en cómo hacer que su hijo dejara de interesarse por esa “campera”. Sin embargo, no tenía intención de mostrarse como una grosera y echar a la chica a la calle. Al menos no en ese entonces. Después de todo, ante sus ojos, su hijo podría marcharse de casa definitivamente.
– ¡No! Hay que actuar con inteligencia, de alguna manera hacer que esa chica se vea mal para que él se desinterese de ella.
***
Juana Isabel pasó varios días pensando cómo alejar a su hijo de la inquilina.
Ella, mientras tanto, seguía como si nada, preparando sus tortitas, cocinando sopas y fingiendo que no notaba la mirada inquisitiva de Juana. Sólo una vez preguntó:
– Juana Isabel, ¿no se encuentra bien? Está usted un poco triste y pálida…Y no come nada…
– Estoy bien – murmuró Juana, escondiéndose en su cuarto para seguir pensando en el plan para deshacerse de “esa desgraciada”. Se le pasaron tantas cosas por la cabeza… Incluso se le ocurrió envenenarla. Pero Juana inmediatamente se persignó: – Perdóname, Señor, ¡qué pecado más grande ha cruzado mi mente!
Mientras Juana pensaba, un día Miguel llegó a casa con un anillo y flores y le propuso matrimonio a Elisa. Ante esto, Juana Isabel perdió completamente el control de sí misma y, como se dice, “se le fue la cabeza”.
– ¡Ni siquiera tuvo reparos ante su madre, desgraciado! – lloró toda la noche en su almohada – ¡No me respeta en absoluto! ¡Sólo ama a esa chica!
Juana se limpió las lágrimas con rabia y se acercó a la ventana… se volvió y, de repente, su mirada cayó sobre la mesita de noche. Allí reposaban sus pendientes de esmeraldas. Pendientes antiguos, de gran valor. Los había heredado de su madre, que a su vez los recibió de la suya… Recordó con qué admiración Elisa siempre miraba esos pendientes y elogiaba su belleza.
– ¡Te lo mostraré! – siseó Juana con malicia, agarrando decididamente los pendientes, envolviéndolos en un pañuelo y guardándolos en su bolso.
La verdad es que no comprendía bien lo que hacía en ese momento ni cómo iba a continuar.
***
A la mañana siguiente, Juana se despertó de buen humor, planeaba echar a esa campesina de casa. Para siempre.
Salió a desayunar con una sonrisa forzada… y untando mantequilla en el pan, se dirigió a su hijo: – Michel, ¿acaso no tomaste mis pendientes de esmeraldas? No los encuentro por ningún lado…
– Mamá, ¿para qué los querría? ¿Soy acaso una bella doncella? – se sorprendió Miguel.
Entonces, Juana Isabel giró con una sonrisita hacia Elisa: – Y tú, ¿no has visto mis pendientes?
Elisa se puso intensamente roja, la sola idea de que alguien pudiera acusarla de robo la hacía esconder sus ojos y llorar.
– ¡No he tomado nada! – dijo Elisa en voz baja, ahogándose en lágrimas.
– ¡Ya lo decía yo! ¡Fue ella! Se ha quedado con mis pendientes y los ha enviado a sus pobres familiares en el pueblo…
– Pero mis familiares no son pobres – replicó la chica – ¡Y nunca hemos tomado lo ajeno! ¿Por qué me acusa así?
– ¿Por qué tú actúas así? – devuélveme mis pendientes y vete de aquí.
– No tengo nada suyo… ¡Puede llamar a la policía si quiere!
– ¿Y de qué serviría llamarlos? ¡Ya están en poder de tu familia!
Juana había perdido ya todo control sobre sí misma y, deslizándose como en caída libre, no podía detener el flujo de malas palabras hacia la chica.
– Mamá, ¿qué estás diciendo? ¡Liza no pudo hacer tal cosa! Seguro que olvidaste y los dejaste en otro lado.
Los tres en conjunto registraron el piso a fondo, hasta que Miguel, sin querer, golpeó el bolso de su madre y de ahí cayó el pañuelo con los pendientes.
El hombre se quedó inmóvil con el descubrimiento en manos.
– ¿Cómo pudiste, mamá? – fue lo único que pudo decir, mirando a su madre con ojos llenos de decepción.
– Me equivoqué, hijo, lo entiendes, ¡olvidé! – trató de engañar Juana Isabel.
– Mamá, ¡lo vi todo! ¡Te comportaste de manera horrenda! Nos vamos con Liza a un piso alquilado – afirmó Miguel.
– Espera, ¡ya verás cómo sufres con esa chica! – gritó Juana Isabel entre lágrimas.
Miguel salió de la habitación en silencio, tomó a Elisa de la mano y la llevó fuera del hogar de Juana Isabel.
Ellos alquilaron un piso, se casaron y fueron felices juntos. Un día, Miguel recibió una llamada de Irma Victoria.
– Misha, ¡tu madre está en el hospital! Ha tenido un infarto. Llama por verte…
Inmediatamente, Elisa al enterarse del estado de su suegra, se puso a preparar albóndigas al vapor, caldo de pollo con empanadas, compró frutas por el camino…
Misha no fue a ver a su madre, arguyendo muchísimo trabajo.
***
Cuando Elisa apareció en la puerta de la habitación del hospital, Juana Isabel rompió a llorar. Había tenido la esperanza de que su hijo vendría, pero fue esa chica, que odiaba, quien destruyó su vida y le arrebató lo más preciado.
– ¿Por qué te has enfermado, mamá? He traído caldo, empanadas… – dijo Elisa. – Si quieres, puedo darte de comer.
– ¿Y Michel? ¿Por qué no vino? – preguntó Juana con desilusión en su voz.
– Michel está muy ocupado con el trabajo…
Juana Isabel comprendió y asintió con la cabeza, rompiendo en llanto.
– Perdóname, Liza, he sido injusta contigo… Volved a casa, me siento muy sola sin ustedes…
– ¿De qué hablas, mamá? No te preocupes, todo fue un malentendido, olvidarás el disgusto. Todo irá bien.
Después de que Liza se fue, la paciente de la cama contigua comentó: – ¡Qué buena es tu hija! ¡Guapa, amable, atenta!
Juana sonrió – Sí, buena…
Una vez que Juana Isabel mejoró, fue recogida del hospital por Miguel y Elisa juntos. Ellos vivieron juntos en el piso de Juana Isabel hasta que Liza terminó sus estudios. Luego todos juntos se mudaron a la granja de los padres de Liza. La casa era enorme, había mucho sitio… y tampoco venían mal manos extra para trabajar.
A Juana Isabel le encantó tanto la vida en la granja que ya no quería saber nada de la ciudad. Aún más cuando los jóvenes tuvieron un niño, Alejandro, en quien todos volcaron su cariño. Mientras los padres de Liza gestionan la granja, Liza cuida a los animales, y Miguel se encarga de la tienda agrícola, Juana Isabel dedica toda su atención al pequeño Alejandro.
Ahora a menudo se la escucha decir:
– ¡Dios me mandó una inquilina así!
¡Vaya cómo son las cosas!