Hija elige el amor y nosotros pagamos el precio

Verónica se alborotaba por su pequeño apartamento en Valencia, apretando el teléfono, donde volvía a aparecer una notificación de pago atrasado del préstamo. Su corazón se encogía de angustia: ¿cómo mantener a la familia si su hija y su yerno habían caído como un peso muerto sobre sus hombros? Todo comenzó cuando su hija mayor, la joven de 19 años Juana, anunció que esperaba un hijo y se iba a casar.

Verónica antes trabajaba con una compañera, Isabel, una mujer sabia y comprensiva. Isabel criaba sola a sus dos hijas: Juana, de 19 años, y la pequeña Lucía, de 10. Hasta entonces, Isabel no se quejaba de ellas. Juana estudiaba con dedicación en la universidad, Lucía destacaba en el colegio. Ambas eran obedientes, ejemplares, e Isabel se sentía orgullosa, a pesar de las dificultades de criar sin ayuda.

Pero en su segundo año, Juana conoció a Él —su primer amor, Adrián. El chico no era de allí, pero Isabel, al conocerlo, aprobó su elección. Adrián parecía noble, sincero, nada parecido a un vividor. Pronto, los enamorados decidieron vivir juntos. Para no gastar en alquiler, se mudaron con Isabel. Ella se opuso a tanta prisa: su hija apenas tenía 19, debería terminar sus estudios, buscarse la vida. Pero no hubo alternativa.

Isabel vivía en un piso de tres habitaciones, pero pequeñas, y ya era estrecho. La llegada de Adrián, su futuro yerno, lo empeoró. Isabel se resignó, hasta que supo la razón de tanta urgencia: Juana confesó que estaba embarazada y que querían casarse. A Isabel se le nubló la vista. La hija, recién empezando su vida adulta, ya sería madre.

Adrián no trabajaba. Estudiaba, como Juana, y ninguno pensaba cambiarse al turno de noche para buscar empleo. Pero querían una fiesta de bodas fastuosa, como si fueran estrellas de Hollywood. Eligieron uno de los restaurantes más caros de Valencia, invitaron a medio mundo, y Juana encargó un vestido de diseñador, como si desfilara en una pasarela. Isabel intentó razonar, explicar que no tenía tanto dinero, pero Juana, abrazando su vientre, lloriqueaba:

—Mamá, ¿es que no te importa tu nieto?

Isabel, apretando los dientes, lo pagó todo. Gastó sus ahorros, el dinero para emergencias, e incluso pidió otro préstamo. Esperaba que tras la boda los jóvenes reaccionaran, buscaran trabajo, empezaran su propia vida. Pero sus esperanzas se vinieron abajo como un castillo de naipes. Juana y Adrián siguieron viviendo con ella, sin intención de esforzarse.

Los padres de Adrián les regalaron un coche de segunda mano. Ahora la pareja paseaba por la ciudad como si estuvieran de vacaciones, con la gasolina pagada por los suegros, que sabían que su hijo no tenía ni un céntimo. Pero el resto —comida, facturas, ropa— caía sobre Isabel. Los jóvenes ni siquiera sabían cuánto costaba una barra de pan. Cuando Isabel mencionaba los gastos, Juana ponía los ojos en blanco:

—Mamá, ¿pero no ves que estudiamos? ¿De qué dinero hablas?

Juana no quería ahorrar en nada. Le enseñó un catálogo con el carrito y la cuna más caros y modernos. Isabel, con su sueldo medio, se quedó sin aliento.

—Juana, ¡no tengo para eso! Tengo el préstamo de tu matrícula, ¡y Lucía necesita cosas!

—¿En serio? —se indignó su hija—. ¿Abuela y tan tacaña?

Isabel sentía arder la rabia. ¿Ellos decidieron tener un hijo y ella debía mantenerlo? Trabajaba sin descanso, agotada, y apenas le alcanzaba. El préstamo de los estudios de Juana la ahogaba, Lucía necesitaba atención, y los jóvenes vivían como en un cuento.

Un día, Isabel estalló. Regresó del trabajo, donde la regañaron por llegar tarde —había ido a comprar comida para todos— y se encontró con esto: Juana y Adrián, riendo, hojeaban una revista de artículos infantiles, eligiendo una cuna que costaba medio sueldo. Lucía, callada, dibujaba en un rincón, y en la cocina se amontonaba la vajilla sucia.

—¿Ahora también lavo los platos por ustedes? —rugió Isabel, tirando las bolsas al suelo.

—Mamá, ¡qué exageras! —se sorprendió Juana—. ¡Estamos ocupados con el bebé!

—¿El bebé, y yo pago todo? —tembló Isabel de furia—. ¡Basta! ¡O buscan trabajo o buscan otro techo!

Juana rompió a llorar, Adrián palideció, pero Isabel no cedió. Les dio un mes para encontrar algo, lo que fuera.

—Si no lo hacen, váyanse con los padres de Adrián. Que los mantengan ellos —sentenció.

Juana y Adrián intentaron suplicarle, pero Isabel ya no caía en lágrimas. Amaba a su hija, pero entendió: si no ponía límites, acabarían con ella. Lucía, viendo su sufrimiento, un día la abrazó y susurró:

—Mamá, yo nunca te haré así.

Isabel sonrió entre lágrimas. Por su hija pequeña, seguiría luchando. ¿Y Juana con Adrián? Les esperaba la vida real, y ella ya no sería su salvavidas.

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