Hija elige el amor y acaba siendo nuestra deuda

La hija eligió el amor, pero a nosotros nos tocó pagar

Vera recorría su pequeño piso en Sevilla, apretando el teléfono, donde aparecía otra notificación de pago atrasado del préstamo. El corazón se le encogía: ¿cómo iba a mantener a su familia si su hija y su yermo se convertían en una carga insoportable? Todo comenzó cuando su hija mayor, la joven de 19 años llamada Lucía, anunció que esperaba un bebé y se casaría.

Vera trabajaba con una colega, Teresa, una mujer sabia y comprensiva. Teresa había criado sola a sus dos hijas: Lucía, de 19, y la pequeña de 10 años, Sofía. Hasta hace poco, Teresa nunca se había quejado de ellas. Lucía estudiaba con dedicación en la universidad, Sofía sobresalía en el colegio. Ambas eran obedientes, ejemplares, y Teresa se enorgullecía de ellas, a pesar de las dificultades de ser madre soltera.

Pero en segundo curso, Lucía conoció a su primer amor, Álvaro. El chico era de otra ciudad, pero Teresa, tras conocerlo, aprobó su relación. Álvaro parecía amable, sincero, nada problemático. Pronto, los enamorados decidieron vivir juntos. Para ahorrar en alquiler, se mudaron con Teresa. Ella no quería que todo fuera tan rápido: Lucía apenas tenía 19 años, debía terminar la carrera, establecerse. Pero no hubo opción.

Teresa vivía en un piso de tres habitaciones, pero todas eran pequeñas, y ya era estrecho. La llegada de Álvaro, su futuro yerno, solo empeoró las cosas. Teresa lo aceptó, pero pronto descubrió la razón de tanta prisa: Lucía le confesó que estaba embarazada y que querían casarse. Teresa sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Su hija, apenas empezando a vivir, ya iba a ser madre.

Álvaro no trabajaba. Estudiaba, como Lucía, a tiempo completo, y ninguno de los dos pensaba cambiar a distancia. Pero la boda la organizaron fastuosa, como si fueran estrellas de cine. Escogieron uno de los restaurantes más caros de Sevilla, invitaron a medio mundo, y Lucía encargó un vestido de diseñador, como si fuera una modelo. Teresa intentó razonar con ellos, explicar que no tenía tanto dinero, pero Lucía, agarrándose el vientre, sollozaba:
—Mamá, ¿en serio no piensas en tu nieto?

Teresa, conteniendo la rabia, pagó todo. Sacó dinero de sus ahorros, pensados para emergencias, e incluso pidió otro préstamo. Esperaba que, tras la boda, los jóvenes reaccionaran, buscaran trabajo, empezaran una vida independiente. Pero sus esperanzas se desmoronaron como un castillo de naipes. Lucía y Álvaro siguieron viviendo con ella, sin intención de buscar ingresos.

Los padres de Álvaro les regalaron un coche de segunda mano. Ahora la pareja paseaba por la ciudad como si estuvieran de vacaciones, con la gasolina pagada por los suegros, que sabían que su hijo no tenía un duro. Pero el resto de gastos —comida, facturas, ropa— recayeron sobre Teresa. Los jóvenes ni siquiera sabían cuánto costaba una barra de pan. Cuando ella mencionaba las cuentas, Lucía ponía los ojos en blanco:
—Mamá, ¿en serio? Estamos estudiando, ¿de qué dinero hablas?

Lucía no quería escatimar en nada. Le enseñó a su madre un catálogo con el carrito y la cuna más modernos y caros. Teresa, con su sueldo modesto, se quedó sin palabras.
—Lucía, ¡no tengo para eso! ¡Tengo un préstamo por tu matrícula, y Sofía necesita cosas!
—¿Lo dices en serio? —estalló la joven—. ¿Abuela futura y tan tacaña?

Teresa sentía que su interior hervía. ¿Ellos decidieron tener un hijo, y ella debía mantenerlo? Trabajaba hasta el agotamiento, apenas llegaba a fin de mes. El préstamo de la universidad de Lucía era una espada de Damocles, Sofía necesitaba atención, y los jóvenes vivían como en un cuento.

Un día, Teresa no pudo más. Llegó a casa tras una jornada donde la regañaron por llegar tarde —se había demorado comprando comida para todos. Encontró a Lucía y Álvaro riéndose mientras elegían una cuna que costaba medio sueldo. Sofía, en un rincón, dibujaba en silencio. En la cocina, la pila de platos sucios era una montaña.

—¿Encima tengo que fregar vajilla? —rugió Teresa, tirando las bolsas al suelo.
—Mamá, ¿qué te pasa? —protestó Lucía—. ¡Estamos ocupados con el bebé!
—¡El bebé es vuestro, pero pago yo! —Temblando de furia, Teresa no cedió—. ¡Se acabó! ¡O trabajáis, o os buscáis otro sitio!

Lucía lloró, Álvaro palideció, pero Teresa fue inflexible. Les dio un mes para encontrar algún empleo.
—Si no lo hacéis, os vais con los padres de Álvaro. Que os mantengan ellos —sentenció.

Intentaron ablandarla, pero Teresa ya no caía en lágrimas. Amaba a su hija, pero sabía que, si no ponía límites, acabarían con ella. Sofía, viendo su dolor, un día la abrazó y susurró:
—Mamá, yo nunca seré así.

Teresa sonrió entre lágrimas. Por su hija menor, lucharía. ¿Y Lucía y Álvaro? Les esperaba la realidad, y ella ya no sería su salvavidas.

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