Me juré a mí misma: si mi madre se va, me iré con ella…
Tenía solo unos años cuando escuché por primera vez la palabra “prueba”. En aquel entonces no entendí lo que significaba, pero ahora, con 44 años, puedo afirmar con certeza: toda mi vida ha sido una serie de pruebas, una más difícil que la otra. Y si no fuera por mi madre, ya me habría rendido. Sin ella no soy nadie. Por eso tomé una decisión que quizá parezca una locura, pero es mía: si ella se va, me iré también.
Me llamo Sofía. Cuando nací, los médicos no dieron ninguna esperanza a mis padres. Una rara forma de artritis sistémica que, con cada año, inmovilizaría más mis articulaciones, arrebatándome la libertad de movimiento, habilidades y esperanzas. Tenía tres años cuando entendí que no era como los demás. Otros niños podían correr, saltar, subir a los toboganes. Yo me quedaba sentada en el banco mirando. A veces intentaba levantarme, pero el dolor atravesaba hasta hacerme llorar.
Mis padres renunciaron a tener otro hijo. Dedicaron toda su vida a mí. Mi padre, un brillante matemático, dejó la ciencia y comenzó a aceptar cualquier trabajo para que mi madre y yo no careciéramos de nada. Trabajaba veinte horas al día para comprarnos dos pisos, para alquilar uno y vivir en el otro. Construyó una casa de campo y se hizo copropietario de una empresa con su hermano, todo para asegurarme un futuro.
Se fue cuando yo tenía veinte años. Mi madre se quedó. La única. Fuerte. Indomable. Hermosa mujer que nunca se quejaba. Por la mañana, ejercicios, luego desayuno, tratamientos, goteros, vendajes, visitas a médicos, traducciones, reuniones, llamadas, consultas, ella estaba a mi lado en todo. No por fama, no porque tuviera que hacerlo, sino porque amaba.
Estudié en casa. Luego aprendí inglés, alemán, italiano y francés. Trabajo como traductora. En línea. A veces me invitan a seminarios, y mi madre siempre está a mi lado. Somos un solo ser. No es solo mi madre, es mi universo.
Sí, siento dolor. Sí, cada movimiento es un esfuerzo. Sí, nunca tendré hijos. No me casaré. No tocaré a Chopin. No seré médica como soñaba. Pero vivo. Porque mi madre vive.
Nunca hablamos del futuro. Es nuestro acuerdo tácito. Sé que algún día ella se irá. La vida es así. Y sé que mi prima Olga tendrá que cuidarme; mi madre lo ha hablado todo con ella, ha hecho documentos, un testamento, el piso. Lo descubrí por accidente. Pero no les dije nada. Porque si lo hubiera hecho, habría tenido que decir la verdad. Y la verdad es: no quiero vivir sin mi madre.
No tengo miedo al dolor. No tengo miedo a la soledad. Tengo miedo al vacío. Y ese vacío vendrá con su último aliento. Entonces yo tomaré mi decisión. Hay muchas formas de irse con dignidad, sin lástima, sin gritos, sin drama.
Pero mientras mi madre esté a mi lado, viviré. Por ella. Por su sonrisa. Para que cada mañana sepa: todavía estoy aquí. Y en eso yace todo el sentido.