Entre la suegra y el sentido común: cómo Lucía decidió alejarse del “hijo de mamá”
Lucía nunca imaginó que su matrimonio acabaría secuestrado por un tercero indeseado: una mujer que se hacía llamar “solo una madre preocupada”. Conoció a Álvaro siendo ya una mujer madura e independiente. No era un galán, pero tenía una mirada cálida, voz suave y —o eso creía ella— un corazón noble. No la enamoró por su aspecto, sino porque parecía auténtico, tranquilo, de fiar. Pero su verdadero rostro lo reveló la suegra cuando apareció en sus vidas y se instaló como una sombra, sin intención de marcharse.
Lucía sabía lo que costaba ser fuerte. En la universidad, una compañera insolente intentó plagiar su trabajo y ella no dudó en enfrentarse. Desde entonces, no permitió que nadie la pisotease. Esa fortaleza la ayudó a labrarse una carrera, a ser independiente, admirada y, a veces, temida. Las mujeres la respetaban por su franqueza; los hombres, por su inaccesibilidad. Y aún así, Álvaro logró traspasar su armadura.
La boda fue modesta, pero llena de esperanza. Hasta el primer cumpleaños juntos. La suegra llegó antes que nadie y empezó con reproches: “¡Siendo la señora de la casa, esto es un desastre!” —aunque el piso relucía—. Después, anunció que no habría celebración: “Lo haremos en familia”. Lucía no aguantó. Echó a la suegra y, de paso, a su marido, que tomó partido por su madre. La fiesta fue perfecta sin ellos.
Álvaro regresó después con flores y disculpas —”mamá te manda felicitaciones”—. Lucía perdonó, pero supo que era una tregua, no el final. Con el tiempo, Álvaro visitaba más a su madre, y ella, como jugando, se hizo “amiga” de su nuera. La invitaba a tomar té, pedía ayuda. Lucía asistía, callada, observando. Hasta una llamada.
“Un asunto urgente, ven. Y tráete a Álvaro”, dijo la suegra. Al llegar, la recibió en la puerta: “Limpieza. Mi hermana viene mañana. Álvaro compra; tú, friega y cocina. Nada de escándalos como en tu cumpleaños”. Álvaro asentía, obediente como un niño.
Lucía respiró hondo y respondió con calma:
—Claro. Solo que no tenéis productos de limpieza. Y aquí son imprescindibles.
—Tenemos bicarbonato… y mostaza —murmuró la suegra.
—No, no, paso por casa y traigo lo necesario. Que Álvaro vaya a comprar.
Al volver, Lucía no llevó ni un frasco de limpieza. Solo maletas con las cosas de su marido. Las dejó en el piso de su suegra y dijo:
—Aquí tenéis todo lo que necesitáis. Yo, por ahora, me quedo con la vecina. Los químicos, ya sabes, son peligrosos.
La suegra, inquieta por la demora, fue a comprobarlo. Al abrir la puerta, se quedó boquiabierta. El piso era un caos. No un desorden, sino un caos perfecto, deliberado. Ropa esparcida, harina, huellas en los espejos, suelos brillantes de migajas y las maletas en el centro. Álvaro estaba detrás, desconcertado.
—¡Llamaré a la policía! —gritó.
Pero los agentes se encogieron de hombros:
—Todo está intacto. El desorden no es delito.
Lucía no contestó al teléfono esa noche. Se encerró en su casa, alejada de su mundo. Por la mañana, fue al juzgado. Pidió el divorcio. No había mucho que repartir: piso de alquiler, pocas pertenencias. Su antiguo estudio, que alquilaba, la esperaba.
Cuando por fin se vio con Álvaro, le dijo con serenidad:
—Tienes una esposa: tu madre. Vive con ella. Yo quiero ser una mujer, no una criada. Y no aprendí a quererme para olvidarlo otra vez.
Se fue. Sin gritos. Sin dramas. Simplemente, para siempre.