Lo que solíamos guardar en secreto
Pasaron muchos años antes de que pudiera recordar esto sin resentimiento ni esa mezcla tumultuosa de vergüenza y gratitud que, a mis diecinueve años, ni siquiera podía comprender. Ahora, con más de treinta, casada y con una hija, la vida ha puesto todo en su lugar. Pero esa historia, ese secreto que aún guardamos él y yo, lo llevo en el corazón como un recordatorio de mis propios errores… y de la importancia de tener cerca a alguien capaz de salvarte: de los demás, del mundo y, sobre todo, de ti misma.
Cuando tenía dieciocho años, estaba locamente enamorada de Andrés, el mejor amigo de mi padre. Él era casi veinte años mayor que yo, inteligente, tranquilo, culto. Un hombre con pasado: divorciado hacía tiempo, trabajaba en la administración de Castilla y León, siempre olía a buen perfume y café.
Para mí, él era como salido de una película: galante, atento, de voz suave y ojos en los que podía perderme. Soñaba con él, escribía su apellido junto al mío en mi diario y pensaba que esta era la clase de amor de la que hablan los libros.
Él, sin embargo, veía lo que sucedía. Y, gracias a Dios, no correspondió a mis sentimientos ni con un coqueteo, ni con un gesto, ni con la sombra de una insinuación. Fue táctico en extremo. Nunca se permitió nada inapropiado, incluso cuando yo, medio loca por mis hormonas juveniles, hacía de todo para provocarlo.
Cuando él se apartó, me llené de rencor. Decidí vengarme, o eso pensaba entonces. Me involucré con José: un chico de quien todos sabían que su familia era de mala reputación, famoso por sus excesos y retórica vacía. Mis padres me rogaban que lo dejara, mi madre lloraba, mi padre gritaba. Incluso Andrés trató de intervenir, advirtiendo que me dirigía al abismo. Yo, enceguecida, pensaba que él estaba celoso, que quería controlarme. Creía que todos querían “convertirme en una buena chica”.
Ignoré a todos y pronto me di cuenta de que estaba embarazada.
José desapareció el mismo día que supo la noticia. Me quedé sola, asustada, enfadada y humillada. No podía decírselo a mi madre, que ya estaba al borde de una crisis, ni a mi padre, que sufría de isquemia. Cualquier novedad podría ser fatal. Pasaba noches llorando en la almohada, sin saber a dónde ir.
Un día, reuniendo el poco valor que me quedaba, fui a la puerta de Andrés. Él abrió y rompí a llorar en su umbral.
No me preguntó nada. Solo dijo:
— Vamos, resolveremos esto.
Y lo resolvimos. Su exesposa, a quien una vez había juzgado, resultó ser una mujer maravillosa: una obstetra con manos de oro. Me acompañó desde la primera ecografía hasta el final, que en mi caso, lamentablemente, fue un aborto.
Andrés se encargó de todo: organizó, pagó, acompañó. No juzgó, no recriminó, no dio lecciones. Simplemente estuvo ahí. Todos los días.
Sé que nunca dijo una sola palabra a mis padres. Me salvó a mí y a mi familia del horror, del dolor, de la vergüenza y la pena. Actuó con honor. Como un verdadero hombre.
Meses después, me llevó a una cafetería donde nos sentamos en silencio, y luego dijo suavemente:
— Tu padre está muy mal. Los médicos no tienen esperanza. Aunque encontraran un donante, el corazón no soportaría la operación.
Sentí cómo algo dentro de mí se rompía. Papá falleció una semana después. Durante todo ese tiempo, Andrés no nos dejó. Estuvo conmigo, me sostuvo la mano, habló con mi madre, ayudó con el funeral. No temía mi dolor. Lloró junto a mí.
Han pasado muchos años. Andrés se mudó hace tiempo, se fue a Valencia, se casó por segunda vez. No mantenemos contacto, solo de vez en cuando nos escribimos breves cartas. Pero siempre lo recordaré. Por su silencio. Por su protección. Porque no cedió a mis enamoramientos infantiles y no destruyó mi vida.
No sé exactamente qué veía en él entonces. Quizás buscaba un padre, quizás un héroe. Pero no permitió que cayera en desgracia. Conservó su honor y mi dignidad.
Y aún guardamos este secreto entre los dos. Nadie lo sabe. Ni mi madre, ni mi esposo, ni mis amigas más cercanas. Solo él y yo.
A veces pienso que este mundo se sostiene gracias a personas como Andrés. Aquellos que saben callar, comprender, perdonar y estar presentes. No por compasión, sino por amor. Amor verdadero. No del que hay en las novelas. Sino del que salva vidas.
Esta historia pudo haberme destruido. Pero al final, me hizo más fuerte. Gracias a una persona que simplemente eligió seguir siendo humana.