El precio del orgullo: veinte años de silencio disueltos en un abrazo

El precio de un orgullo: cómo veinte años de silencio se disolvieron en un abrazo

Carmen trabajaba en correos desde aquellos tiempos en que los sellos se pegaban con la lengua y las cartas olían a perfume. La gente cambiaba, la tecnología avanzaba, pero ella seguía fiel a los casilleros y a sus costumbres. Sabía distinguir una carta con noticias de un fallecimiento de una invitación a un bautizo. Pero aquella carta que llegó a sus manos en un gris día de noviembre la dejó sin aliento.

Un sobre gris. Sin remite. La letra, dolorosamente familiar, como arrancada de su memoria. La misma que Carmen no había visto en… veinte años.

Se sentó al borde de la mesa y, con dedos temblorosos, lo abrió. Dentro, una sola hoja. Y una sola frase:

«Mamá, si aún te acuerdas de mí, me caso mañana. Ven, si quieres. Lola.»

Las piernas le flaquearon. El corazón le latió como en su juventud. Lola… Su hija. La que se fue de casa, dando un portazo, hacía veinte años.

Todo había sido sencillo y terrible al mismo tiempo. Lola le anunció que se casaba con Pablo. Y Carmen no pudo aceptarlo. No era el adecuado. Sin profesión, sin futuro. Soñador. Artista. Nada de hombre de familia.

—Si das ese paso, olvídate de volver a esta casa —le dijo.

—Pues adiós, mamá —respondió Lola en un susurro.

Desde entonces, no hablaron. No se escribieron. Carmen supo que Lola tuvo un hijo. Que se mudaron a otra ciudad. Pero nunca fue a verlos. Nunca la felicitó. Nunca perdonó. Ni pidió perdón.

Y ahora, esta carta. Sin reproches. Sin culpas. Solo una invitación. Como una oportunidad.

Pasó la noche en vela, sentada al borde de la cama, debatiéndose entre el miedo y la esperanza. ¿Qué le diría? ¿Cómo mirarla a los ojos? ¿Y si la rechazaba? Al fin y al cabo, fue ella quien se marchó…

Pero el amanecer trajo consigo el cansancio de tanto orgullo. Y una nostalgia que le partía el alma. Se levantó, vistió su mejor abrigo, se anudó el pañuelo como en sus años mozos y salió.

Al llegar al Ayuntamiento, una muchacha vestida de blanco aguardaba a la entrada. Miraba al horizonte, como esperando un milagro. Y cuando vio a Carmen, su rostro se iluminó.

—¿Mamá?

Carmen no pudo hablar. Solo asintió. Y en un instante, sintió unos brazos alrededor suyo, fuertes, cálidos, como solo abrazan aquellos a quienes se ha echado de menos toda la vida.

—Perdóname, Lolita —susurró—. He esperado demasiado.

—Yo también, mamá —respondió su hija—. Pero lo importante es que has venido.

A veces, para empezar de nuevo, no hacen falta grandes palabras. Basta con un paso. Con una carta. Y con el amor que, en silencio, nunca dejó de esperar.

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