Hoy era su cumpleaños. Desde primera hora, todos la llamaban, interrumpiendo sus preparativos para el trabajo. Aunque, en el fondo, le reconfortaba que nadie se hubiera olvidado…
Su hija Laura la felicitó y recordó que, tras la jornada, debía pasar por su casa: cocinar, cuidar al nieto Pablo, ayudarle con los deberes…
Luego tendría que visitar a sus suegros en Vallecas, llevarles la compra hecha de camino y, después, apresurarse a su piso en Lavapiés para preparar la cena a su marido Adrián. Más tarde, quizá, podría relajarse frente al televisor con una copa de Rioja. Si le quedaban fuerzas. Y si no, tampoco pasaba nada. No era la primera vez… Al fin y al cabo, lo importante era atender a todos. Que nadie faltara. ¿Acaso necesitaba otro regalo? ¿No bastaba con su satisfacción? Pues ella también estaría contenta…
Dos gatos, uno anciano y otro joven, observaban a su dueña desde el alféizar. El joven maulló:
—Qué suerte tenemos. ¿Quién nos cuidaría como ella?
El viejo frunció el bigote:
—¿Y quién cuida de ella? No es anciana… Solo cuarenta y cinco. Pero vestida con esa ropa gastada, aparenta sesenta. Y ni siquiera hoy la liberan de obligaciones.
—Qué ideas más raras tienes —replicó el joven.
—Me recogió del contenedor de Chamartín, casi recién nacido —susurró el viejo—. Me crió con biberón. La vi transformarse de una joven radiante en esta mujer cansada.
—¿Y qué? Nos alimenta, nos acaricia. Dormimos donde queremos. ¿Qué más necesitas?
—Pagarle la deuda —respondió el anciano—. ¿Comprendes?
El joven no comprendió…
*****
La noche llegó. Al amanecer, el gato viejo había desaparecido. Sin rastro.
Ella fue a su trabajo en Atocha con el ánimo por los suelos. Después, como siempre: recoger a Pablo del colegio, llevar gazpacho y jamón a sus suegros, cocinar para Adrián…
Las busquedas del gato esperarían.
Al regresar, chapoteando en los charcos de la calle Toledo, un anciano con bastón y gafas oscuras la llamó:
—Guapa, ¿me ayudas?
—Claro, abuelo —respondió, guiándolo a un banco. Él la obligó a sentarse.
—Tengo prisa —se excusó.
—¿A dónde corres tanto? —preguntó él. Algo en su voz la hizo confesar: la rutina, el agotamiento…
—Las zapatillas están rotas —interrumpió él.
—¿Cómo lo sabe?
—Soy ciego, no sordo. Chapotean en los charcos.
Ella se ruborizó:
—Pero la chaqueta es nueva…
—Tu hija te la dio —afirmó, palpando la tela—. Tras usarla un mes.
—Acierta en todo —murmuró.
—No te enfades, hija —sonrió él, mostrando unos bigotes felinos.
—¿Cuándo fue tu cumpleaños?
—Ayer —mentió, tragando saliva—. Mi yerno me regaló un vestido de Zara… Adrián me trajo rosas y perfume de Carolina Herrera. Mis suegros prepararon una paella… ¡Hasta bailamos flamenco!
El viejo calló, apoyado en su bastón.
—¿No me cree?
—Te conozco desde hace tiempo —dijo—. No recordarás mi nombre… Pero quiero darte un regalo. Ven.
—¡No puedo! Tengo que…
—Esperarán —ordenó, levantándose con firmeza.
La arrastró hacia la calle Mayor, como si la juventud lo habitara…
*****
Regresaron a medianoche. Ella lucía vestido de diseños y tacones altos. Un peluquero de Salamanca había modelado su pelo. En lugar de bolsas de Mercadona, llevaba una cartera de piel con joyas y un frasco de Loewe…
Un camarero de Botín ayudó con las compras hasta el taxi.
—Gracias, abuelo —dijo, besándole la mejilla—. ¿Era usted amigo de mis padres? ¡Nunca tuve un cumple así!
Él acarició su rostro. Le recordó a su gato, rozándole la cara…
Al abrir la puerta, Adrián, sus padres, Laura y Pablo la miraban boquiabiertos.
—¿Dónde estabas? ¡Llamamos a todos los hospitales! —gritó él.
—Celebré con un amigo de mis padres —señaló atrás, pero el anciano había desaparecido.
—¡Qué elegante! —comentó el yerno.
—¿De dónde saca dinero para eso? —bufó la suegra.
—Gasto todo en ustedes —respondió ella—. ¿No puedo darme un lujo?
Los suegros salieron, dando un portazo.
—Perfecto —sonrió a Adrián—. No quiero verlos.
Luego, mirando a Laura:
—Pasaré por casa… El mes que viene.
Al marcharse ellos, ordenó:
—Hazme té. Voy a ducharme. Bailé toda la noche.
Adrián, mudo, preparó el té… y hasta un bocadillo de jamón.
*****
Encontró al gato viejo al día siguiente, sonriente en el armario. Lo enterró bajo un olivo en Retiro.
De vuelta, junto al contenedor, creyó ver al anciano. Corrió… pero solo había un gatito.
—Vamos a casa —susurró, alzándolo.
El pequeño ronroneó:
—Lo sé —murmuró, rozando su mejilla—. Lo sé…