Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, pero el precio fue demasiado alto.

Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, pero pagué un precio demasiado alto por ello.

Me llamo Marisol Delgado y vivo en Segovia, donde las calles antiguas guardan sus secretos bajo la sombra de los siglos. Hoy tengo una existencia serena junto a mi hijo, quien lo tiene todo, pero el camino hasta aquí estuvo marcado por un dolor que pocos imaginarían. Mi historia es una cicatriz en el alma, oculta tras la sonrisa con la que recibo cada amanecer.

Todo comenzó en mi último año de instituto. Tenía diecisiete años y soñaba con universidades lejanas. Pasaba las tardes en la biblioteca municipal, entre el aroma a papel viejo y promesas de futuro. Mis padres, Alejandro y Lourdes, se deslomaban trabajando: él como capataz en una fábrica, ella como subdirectora de un colegio. Aquella noche de enero, perdí la hora entre libros. El último autobús ya había partido. Decidí atravesar el parque, confiando en conocer cada rincón como la palma de mi mano. El frío cortaba como cuchillos.

Apareció de repente: un hombre con uniforme militar, aliento cargado de alcohol. «¿Tienes fuego?», gruñó. Negué con la cabeza, pero me atrapó antes de huir. Nadie cerca. Solo su respiración áspera y la oscuridad. Me arrastró entre los arbustos, ahogando mis gritos con una mano enguantada. Rasgó mis medias, mi ropa interior. La nieve quemaba la piel mientras me violaba. El dolor era un animal desgarrando mis entrañas. Cuando terminó, me dejó tirada, temblando y deshecha.

Llegué a casa en silencio. Escondí la ropa destrozada en el contenedor. Durante meses cargué con la vergüenza, hasta que el embarazo delató mi secreto. Mis padres lloraron al escuchar la verdad. En 1998, un aborto era riesgoso. Renunciaron a sus puestos, vendieron lo poco que tenían y nos mudamos a Toledo. Alejandro se empleó como albañil; Lourdes, como profesora sustituta. Todo para que mi hijo y yo tuviéramos un nuevo comienzo.

Javier nació en otoño. Al sostenerlo, vi mis propios ojos brillando en su carita. Crecimos juntos, protegidos por el sacrificio de mis padres. Cuando empezó la guardería, conocí a Nicolás. Llegó con poemas y paciencia, quiso a mi hijo como propio. Jamás le revelé el origen de Javier: temía romper el hechizo de su bondad.

Han pasado veinticinco años. Mi hijo es abogado en Madrid, comprometido con una mujer maravillosa. Pronto seré abuela. Nicolás sigue a mi lado, tejando complicidades en las tardes de domingo. Aunque las pesadillas aún me visitan —el olor a brandy, la nieve sucia—, basta oír la risa de Javier para recordar que de aquella oscuridad nació una luz. Mis padres nunca se arrepintieron. Yo aprendí a encontrar belleza en las grietas. Esta felicidad me costó lágrimas, dignidad y cicatrices, pero mi hijo vale cada herida. Vivo agradecida, aunque algunas noches aún susurro al espejo: «Sobreviviste». Y eso, en sí mismo, es un triunfo.

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MagistrUm
Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, pero el precio fue demasiado alto.