Diez años esperando su divorcio: una lección tardía de lo insensato que fue.

Estaba sentada en un parque, sintiendo un peso en el alma. Junto a mí, en un banco, se encontraba una mujer que aparentaba tener algo más de cuarenta años. Comenzamos a hablar. De repente, como si hubiese estado buscando alguien con quien compartir su alma, empezó a contarme su historia. Una historia de dolor, amor ciego y autodestrucción. En ese momento no sabía que ese relato se quedaría grabado en mi memoria para siempre. Ahora se lo comparto a ustedes, tal vez ayude a abrir los ojos de alguien.

Se llamaba Natalia, y cuando toda esta historia comenzó, tenía solo 23 años. Acababa de terminar la universidad, con una carrera brillante empezando en un banco —su primer trabajo, sus primeros éxitos. Unos meses después, llegó él a la oficina —Pablo. Un hombre común, sin nada destacable a simple vista. Pero, según decía, algo en él la atraía. A menudo se sentaba cerca de ella en las reuniones, y procuraba estar junto a ella en las cenas de empresa. A Natalia le gustaba esa atención. Parecía que algo comenzaba a surgir entre ellos.

Una vez, en uno de los eventos, él se ofreció a llevar a casa a una colega que vivía en un pueblo y de paso le propuso llevar a Natalia, para evitar rumores innecesarios. Durante el trayecto le confesó que le gustaba mucho. Al día siguiente, la sorprendió con un gran ramo de rosas. Desde ese momento comenzó su idilio. Cada día llegaban nuevas flores, encuentros, miradas, caricias. Natalia estaba en las nubes. Hasta ese fatídico día…

En un evento de trabajo, Pablo llegó acompañado —una mujer sencilla, sin nada destacable. Pero los murmullos comenzaron: «¡Es su esposa!». A Natalia se le cayó el mundo. Salió del evento llorando hasta el amanecer. Sin embargo, al día siguiente él estaba en su puerta con tulipanes, lágrimas en los ojos y un arrepentimiento genuino. Le dijo que todo con su esposa había quedado en el pasado, que solo vivían juntos por el hijo que compartían, que él pertenecía a Natalia.

Y ella volvió a creerle.

Él le prometió que se divorciaría. La convenció de que tendría paciencia. Esperaba a que su hijo creciera. Luego, a que comenzara la escuela. Y después, su esposa quedó embarazada de nuevo. Llegó a Natalia con una mirada culpable: «¿Cómo puedo irme ahora, con otro hijo en camino?» —y suplicó un poco más de espera. Natalia esperó. Amó. Creyó. Cada día él venía a ella, prometía que «faltaba poco», que vivirían como ella lo soñaba. Luego, postergaba una vez más.

Así pasó una década. Él llegaba, se llevaba sus esperanzas, y dejaba soledad en su lugar. Y ella aguantaba. Su madre intentó en repetidas ocasiones hacerla entrar en razón. Un día, sin poder soportarlo más, fue a casa de los padres de Pablo. Ahí encontró al «divorciado», descansando en el sofá, abrazando a su hijo menor y besando a su mujer. Ni siquiera pretendía que su familia fuera ajena. Simplemente vivía en dos mundos.

Natalia quedó destrozada. Tenía 33 años. Cargaba una década de dolor, de esperas, de humillaciones. La vida pasaba, mientras ella estaba en la orilla, sosteniendo un ramo de mentiras.

Pero la historia de Natalia no terminó en tragedia. Encontró fuerzas para marcharse. Para siempre. Y un día conoció a otro hombre —sencillo, bondadoso, sin palabras grandilocuentes, pero con intenciones sinceras. A los 35 años se convirtió en madre por primera vez. Hoy su hijo tiene 17. Y aunque sus amigas de su edad ya son abuelas, Natalia no se arrepiente. Dice: «Tuve a mi hijo cuando de verdad estaba lista para ser madre. Amé a quien se lo merecía. Y lo más importante, me perdoné por mi ceguera».

¿Y Pablo? Aún vive con esa mujer. A veces llama. A veces escribe. A veces curiosea sus historias en redes sociales. Pero Natalia no responde más. Conoce el valor de sus años, de su corazón, y de su felicidad.

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Diez años esperando su divorcio: una lección tardía de lo insensato que fue.