Demasiado limpio para una madre primeriza: una lección de la suegra
Olga Martínez entró en la casa de su nuera sin avisar. Ana la recibió con su hija en brazos, intentando calmar a la pequeña.
—¿No duerme? —preguntó la suegra.
—No —susurró Ana, exhausta.
—¿Y tú cuándo dormiste por última vez? —Olga frunció el ceño.
—No lo recuerdo… Solo se calma en mis brazos —respondió Ana con voz cansada.
—Dame a la niña, la llevaré un rato en el coche para que se duerma. Volveré en un par de horas. ¡Y tú descansa!
Ana dudó, pero el agotamiento la venció. Le entregó a la bebé, siguió con la mirada el coche alejarse y… en lugar de dormir, se puso a recoger los juguetes esparcidos, lavar los platos, poner una lavadora, fregar el baño y trapear el suelo. Hasta hizo un pastel de manzana —no podía recibir a su suegro y suegra con las manos vacías, pronto regresarían.
Olga no daba miedo por ser grosera o autoritaria. Era una mujer serena, de voz firme. Hasta un “gracias” suyo sonaba como una orden.
Bajita, delgada, con pelo oscuro y rostro pálido, su sola mirada hacía que Ana se enderezara. Siempre intentaba causar buena impresión. Incluso le había contado primero a su suegra, y no a sus padres, que estaba embarazada.
Ana se casó joven, a los veinte, con su novio de toda la vida. Sus padres les habían comprado un terreno y construido una casa como regalo de bodas. Al entregarles las llaves, dijeron:
—Vivid largos años y sed felices.
Su familia era unida. Con sus suegros había buena relación, aunque con cierta tensión —Ana sentía que la observaban.
Tras el nacimiento de Lucía, todo cambió. La bebé era inquieta, dormía mal y la leche empezó a escasear porque Ana apenas comía, siempre ocupada. Se sentía agotada. Su madre y su suegra ofrecían ayuda, pero ella, orgullosa, rechazaba. “Debo poder sola”, pensaba.
Le daba vergüenza mostrar cansancio. Limpiaba la casa antes de cada visita, hasta ordenaba los armarios por si su suegra abría uno.
Hasta que un día, llegaron sin avisar. Ana estaba con Lucía en brazos, la casa desordenada: platos en el fregadero, manchas en el suelo, ropa por todas partes. Ella misma lucía agotada.
Olga lo vio todo, pero solo dijo:
—Pasamos por el supermercado y os trajimos comida. Pan, leche, algo hecho en casa…
Y de pronto propuso:
—Déjanos a Lucía. La llevaremos a pasear y se dormirá. Y tú, duerme. Nada de limpiar, ¿entendido? Solo descansa.
Ana asintió. Pero en cuanto se cerró la puerta, corrió a limpiar. “¡No puedo recibirlos con este desastre!”, pensó.
Cuando volvieron Olga y su suegro, la casa relucía: el baño olía a limpio, la cocina a pastel recién hecho. Todo brillaba.
Olga entró con la niña dormida, olió el pastel, vio el orden impecable… y su expresión se endureció.
—No nos quedaremos a cenar —dijo, entregando a la pequeña.
—¿Por qué? —Ana se sorprendió.
—Te llevamos a tu hija para que descansaras, no para que limpiaras. Debes cuidarte. Eres madre, y si no aprendes a aceptar ayuda, te consumirás. No somos tus enemigas.
Olga salió sin más. A Ana le dio un vuelco el corazón. Sintió vergüenza y tristeza a la vez. Porque su suegra tenía razón. Cada palabra. Y Ana no lo olvidaría jamás.