-Lo cierto es que no tiene mucho tiempo, -dijo la esposa con una voz distante y fría-. -¿Por qué no vienes y hablas con el médico si no me crees? Allí hay enfermeras y todas las condiciones para él. No inventaron los cuidados paliativos por nada, todo el mundo lo hace…
Iker nació dos meses antes de tiempo y lo llevaron directamente a la UCI. Al principio no dijeron nada, pero luego surgió una pequeña esperanza: empezó a respirar por su cuenta y a ganar peso. Cuando lo dieron de alta, todavía era tan pequeño que Tomás temía cogerlo en brazos por si le hacía daño. Pero cuando Ikercito se despertaba llorando por las noches, Patricia no se levantaba y Tomás tuvo que aprender a atenderlo. Además, Patricia no quería llevarlo al médico, diciendo que por culpa de ellos había sucedido todo, asegurando que sus pruebas y ecografías no mostraron nada malo. Pero, ¿esto es estar bien? Tiene tres meses y ni siquiera sostiene la cabeza.
Tomás se encargó de pedir las citas médicas y escuchaba términos incomprensibles que le dejaron sin palabras mientras les hacía pruebas a su hijo, cerrando los ojos cada vez que la enfermera buscaba una vena. Finalmente, llegaron a los genetistas en el centro de la provincia, quienes aclararon que Iker podría mejorar, pero necesitaba medicamentos especiales. Así que Tomás aceptó irse a trabajar lejos, su amigo se lo llevaba tiempo pidiendo, prometiendo buen dinero, pero Patricia no quería. Esta vez no había opción. Pensó que su hijo estaría bien atendido por Patricia, pero las cosas resultaron de otra manera. Ni la abuela le dijo nada, aunque él sentía que le ocultaba algo.
– Estás bien, hijo, trabaja tranquilo, – repetía ella.
Resultó que todo ese tiempo era la abuela quien visitaba a Ikercito en el hospital, y lo cuidaba y le hacía masajes. Patricia había retomado el trabajo sin decírselo a Tomás. Solo lo admitió cuando él anunció que iba a casa durante un mes.
– ¡Patricia, es nuestro hijo! -se indignó él-. -¿Cuáles cuidados paliativos? ¿Por qué crees que trabajo? El médico dijo que con medicamentos…
– ¡Qué medicamentos ni qué cuentos! -gritó Patricia-. -¿Lo has visto? Te fuiste medio año y ahora me dices cómo debo actuar. Soy joven, también quiero disfrutar mi vida. Puedo tener otro hijo. No quiero ser una madre que toda su vida cambia pañales.
El hermano menor de Patricia tenía parálisis infantil, y cuando se conocieron, Tomás admiraba cómo la delicada Patricia lo cuidaba, lo sentaba en una silla de ruedas y le leía libros en voz alta. Por esto la amó. Sin embargo, parece que toda la dedicación de Patricia fue solo para su hermano.
– Si no te llevas al niño a casa, pediré el divorcio, -advirtió Tomás.
– ¡Pues hazlo! No me asustas. He vivido sin ti todo este tiempo y seguiré.
No pensó que realmente se iría, pero Patricia se fue antes de que él volviera. Dejó las llaves de la casa a su abuela, quien ya intuía lo que pasaba, aunque no dijo nada a Tomás. En esos meses, Patricia encontró dónde irse.
– No te preocupes, hijo, nos las arreglaremos. Te ayudaré con Iker, pero necesitarás encontrar trabajo cerca; yo sola no puedo.
Tomás lo comprendía; la abuela también estaba enferma y necesitaba cuidados. Ella lo había criado. Su madre, una cantante exitosa, lo dejó con su abuela supuestamente por un mes y nunca regresó. Mandaba dinero regularmente mientras él iba al colegio, y luego pareció decidir que ya era suficiente. De joven, Tomás pensaba que su madre simplemente tenía una vida complicada con conciertos, grabaciones, admiradores… Incluso fue a un concierto suyo, compró un enorme ramo de rosas soñando que se lo daría, que ella lo reconocería y se alegraría, gritaría desde el escenario que él era su hijo.
Pero no fue así: al principio ni lo vio, luego tomó el ramo sin mirar y lo lanzó a un rincón. Tomás gastó casi todo su sueldo en esas flores. Después del concierto, con dificultad llegó a los camerinos, tratando de explicarle que era su hijo, pero su madre no quiso verlo. Le dijeron que estaba cansada y que le llamaría. Esperó junto al teléfono un mes, pero nunca llamó.
Ya no pensaba en ella, y si por casualidad oía alguna de sus canciones en la radio, cambiaba de estación de inmediato. La abuela fue su madre y padre, y ahora también lo era para Iker, cuidándolo como podía. Tomás encontró un trabajo con horario fijo, para que la abuela no se cansara demasiado. Patricia, ni siquiera una llamada, peor que su madre; esta última, al menos fingía recordar que tenía un hijo.
– Hijito, hoy tuve un sueño tan vívido, -contó un día la abuela-. -Tu abuelo, que en paz descanse, me pidió que le llevara agua de un pozo. Yo respondí, ¿cómo voy a llevarla si mis piernas no funcionan? Él me dijo, aquí todos pueden caminar. Miré, y debajo de mis pies había hierba tan verde y suave como plumas. Caminé por ella, y mis piernas se deslizaban sin dolor. Llené el cubo de agua y antes de irme miré dentro del pozo. Te vi a ti con traje y corbata, junto a una chica bonita con hoyuelos en las mejillas y un velo. Creo que encontrarás una buena esposa, no como esa insensible.
– Abuela, ¿qué esposa? Si ni mi madre cuidó de Iker, ¿quién querría hacerlo?
Al día siguiente, la abuela no despertó. Parece que su sueño se hizo realidad, pero no de la manera esperada; ahora está con el abuelo, no con el pequeño Iker.
No sabía qué hacer. La madre ayudó con el funeral, incluso vino, pero hubo gastos y pedirle dinero era incómodo. Un par de semanas después, ella llamó:
– Encontré una cuidadora para tu hijo. Yo pagaré, no te preocupes.
Aquella generosidad sorprendió a Tomás, él quiso rechazarla, afirmar que no necesitaba nada de ella, pero lo reconsideró; no era momento para orgullo cuando el medicamento de su hijo se acababa.
Aunque esperaba a una mujer madura con experiencia, como las que había visto en hospitales, la madre envió a una recién graduada que confesó que era su primer trabajo.
– No se preocupe, hice cursos especiales y sé cómo hacerlo, -dijo, aunque su voz temblaba.
Podría haber llamado a su madre y decirle que esa jovencita no sería suficiente, pero no quería hablarle. Así que decidió esperar a ver si realmente los cursos servían para algo.
La chica se llamaba María y le llamaba cada media hora.
– Tomás López, ¿es normal que tenga hipo?
– Póngalo en posición vertical y ponga algo caliente en su espalda, como una toalla caliente.
– Tomás López, respira con dificultad, ¡me preocupa!
– María, el inhalador, como ya le expliqué…
Y así continuamente.
Después de dos semanas, parecía más cómoda en su trabajo. Pero Tomás tuvo que cambiar de trabajo; ella terminaba a las seis y él necesitaba tiempo para volver a casa. Fue a trabajar en la construcción; el horario era flexible pero el pago era en negro. Prometieron buen dinero, pero ¿cuándo llegaría…?
Pasaba los fines de semana con su hijo; aquella joven ni siquiera por dinero extra trabajaba los fines de semana; estudia chino y quiere ir allí para una pasantía estudiando acupuntura. Esta María era divertida y ingenua, no como su abuela que creía a la tele; ella creía todo lo que leía en internet.
En el cumpleaños de Iker, María fue en un fin de semana. Le llevó un globo porque a Iker le encantaban, y un mono tejido a mano. Tomás se emocionó y la invitó a tomar té, había comprado un pastel para celebrar. Luego fueron juntos de paseo; vistieron a Iker con el mono nuevo, lo pusieron en el cochecito y ataron el globo al coche para que lo mirara. Tomás sabía que Iker podría no llegar a otro cumpleaños y eso le oprimía el pecho. Sin embargo, ese momento paseándolo bajo el sol, con el globo flotando en la brisa otoñal, le hacía sentir paz.
Vio tarde a Patricia, solo al detenerse en el paso de peatones reconoció su rostro lleno de maquillaje. Estaba con algunas amigas, probablemente iban a algún evento. Tampoco Patricia lo vio al principio, pero al reconocerlo su rostro se sonrojó de inmediato. Se giró y dijo algo a sus amigas y cruzó al otro lado rápidamente.
– ¿Quién era? -preguntó María, notando la mirada tensa de Tomás.
Él exhaló suavemente y contestó:
– Nadie.
– Pues mejor así, -dijo ella sonriendo.
No había notado su sonrisa antes y los hoyuelos en sus mejillas le evocaron algún recuerdo incierto. El globo azul se agitaba en el viento igual que su corazón.
El salario no llegaba y las medicinas se acababan, Tomás no tuvo más remedio que llamar a su madre.
– ¿Es que no hago suficiente por ti? -respondió molesta-. ¿Sabes cuánto le pago a esa chica? Qué tipo de hombre eres que no puedes ganar para las medicinas de tu hijo.
La vergüenza hizo que apenas pudiera respirar. ¿Realmente no podía sostener a su propio hijo? Desconectó su teléfono y agachó la cabeza, deseando que la abuela viniera, le pusiera una mano en el hombro y asegurara que todo estaría bien…
Escuchó pasos ligeros, y María apareció en el umbral de la cocina con un sobre en la mano.
– Aquí, -dijo dejándolo en la mesa.
– ¿Qué es? –preguntó Tomás sin entender.
– Es para las medicinas de Iker.
No comprendía qué significaba aquello.
– Tu madre me pagó bien. Estaba ahorrando para mi viaje a China, pero eso puede esperar. Vivo con mis padres, tengo lo necesario.
– Pero tu viaje…
María se encogió de hombros.
– Pues ya no iré…
Sonrió tímidamente y los hoyuelos aparecieron de nuevo en sus mejillas. Tomás recordó a su abuela y su sueño. Enrojeció sin saber por qué.
– Tómelo, -dijo ella insistente-. -Es lo correcto.
– Prometo devolvértelo, -dijo Tomás con voz ahogada y añadió tras carraspear-. -Ya que no irás a China, ¿te gustaría pasar un fin de semana con nosotros? Pasearemos como la otra vez…
María sonrió una vez más y respondió:
– Con muchísimo gusto…