Me llamo Lucía, tengo veintinueve años. Llevo seis casada con Javier y tenemos una hija maravillosa, Martina, de cuatro años. Vivimos la vida normal de una familia joven: los dos trabajamos, pagamos la hipoteca, controlamos los gastos y tratamos de llegar a todo. Desde hace poco trabajo desde casa, lo que me permite pasar más tiempo con mi hija, y en eso me ayuda mucho mi madre.
Mi madre no tiene ojos más que para su nieta. La adora, se la lleva a su casa en el pueblo, pasea con ella, juega… Para nosotros es un gran apoyo. A Martina le encanta estar con su abuela; para ella es toda una fiesta. Allí tiene columpios, un jardín, un arenero. Pero, como toda ayuda, esta también tiene su reverso.
Mi madre es una persona activa. Está jubilada, pero no puede quedarse sin hacer nada. Siempre que inventa algo o se mete en algún lío. Este año, por ejemplo, decidió construir una pérgola en el jardín de su casa. Sin consultarnos, encargó los materiales de construcción y luego me soltó de sopetón:
—Lucía, dile a Javier que venga a ayudarme a descargar todo. Yo sola no puedo.
Asentí en silencio, aunque sabía perfectamente cuál sería la respuesta. No ha cambiado en los últimos dos años:
—Es la casa de tu madre, Lucía. Que se las apañe sola. Yo no pienso ir. Tengo una vida y un día libre a la semana. Lo paso tirado en el sofá y no quiero ayudar a nadie. ¡Punto!
Entiendo a mi marido. Trabaja mucho. A veces, incluso los fines de semana, está con el portátil, terminando encargos urgentes. Hacen falta euros. Negociamos la hipoteca, la niña crece. Pero, por otro lado, es mi madre. Nos ha ayudado tantas veces. Cada semana se lleva a Martina. No pide nada para ella, no se entromete en nuestras vidas. Y de repente, una simple petición: descargar las tablas para la pérgola. Pero Javier dijo que no.
Al final, los materiales llegaron un viernes por la mañana. Mi madre me llamó desesperada, sin nadie que la ayudara. Dejé todo, metí a Martina en el coche y fui. Entre las dos descargamos todo lo que llegó: tablones, cemento, vigas… Ni hablar de lo pesado que fue. Mi madre ni siquiera podía enderezarse después. Pero lo que más le dolió fue que su yerno ni siquiera intentó echar una mano.
—Lucía, ¿es hombre o qué? ¿Esto qué es? ¿Te he pedido que me arregle el tejado? ¡Solo descargar un par de horas! —refunfuñaba, sacudiéndose el polvo de las manos.
Yo me quedé callada, escuchando. Me daba vergüenza. Vergüenza ante mi madre. Vergüenza ante mí misma. Vergüenza ante mi hija, que lo veía todo sin entender por qué su abuela estaba enfadada y su madre triste.
Cuando volví a casa, reinaba un silencio helado. Intenté hablar, explicar que no era un capricho ni una tontería, solo un favor de mi madre, que siempre nos ha tendido la mano. Pero Javier se limitó a apartarme con un gesto:
—¿Es que alguna vez me escuchas? ¡Yo cargo con todo! ¡No tengo por qué ayudarla! ¡Es su casa, su obra, sus problemas!
No sé qué hacer ahora. Estoy entre la espada y la pared. Por un lado, mi madre, siempre ahí, ayudando de verdad, pendiente de nosotros. Por otro, mi marido, cansado, irritado, convencido de que no está obligado. Y me destroza el corazón porque, en el fondo, los dos tienen razón.
Quiero a Javier. Y le estoy agradecida a mi madre. Pero no entiendo por qué mi familia se ha convertido para ellos en un campo de batalla. ¿Por qué siempre tengo que justificarme? ¿Por qué una simple petición de ayuda acaba en un escándalo que nos amarga la semana?
Estoy harta. Hart de ser el amortiguador. De mediar, de explicar, de rogar. Quiero que mi madre se sienta valorada y respetada, y que mi marido entienda que a veces, ayudar no es una obligación, sino un simple gesto de respeto hacia la persona que siempre está ahí.
A veces pienso si debería ser más dura. O más blanda. O, simplemente, callarme y hacerlo todo sin decir nada. No lo sé.
Pero sé una cosa: no quiero que mi hija acabe nunca en una situación así. Quiero que viva con amor, comprensión y respeto. Y que entre su marido y su abuela no haya guerras.
Lo que no sé es cómo conseguirlo…