¿Acaso eres mi esposa? ¿Fuimos al registro civil juntos?

—¿Qué clase de esposa dices que eres? ¿Acaso firmamos papeles en el Registro Civil? ¿Hay un sello en mi DNI? ¿Te puse un anillo en el dedo?

Leticia tragó saliva. Todo eso lo anhelaba, pero hasta ahora habían vivido sin formalidades.

—¡No, no y no! —gritó Alejandro—. ¡Tú no eres nadie para mí! ¿Con qué derecho te autoproclamas mi mujer?

—Ale, no me castigues con el silencio —suplicó Leticia con voz quebrada—. ¡Hablemos!

—¿Tienes algo que aportar? —replicó él, indignado—. ¿Más palabras? ¡Ya dijiste de sobra!

—Pero si no he dicho nada grave —murmuró ella.

—Escúchame bien: el silencio es oro. ¡Sobre todo para ti! —Alejandro volvió la espalda.

—Cariño, basta de enfurruñarse —se acercó, rozando su brazo.

—¡Ojalá no hubieras abierto la boca! —exclamó, alzando las manos—. ¿Dónde aprenden las mujeres a arruinarlo todo con una frase? ¿Cursillos para volver locos a los hombres?

Leticia creyó que su enfado venía por haberle regañado esa mañana al romper ambas tazas del desayuno.

—¿Cómo lo hiciste? —le espetó—. Todos tenemos manos normales, ¡pero las tuyas parecen de trapo! Vale, rompiste la tuya, ¿pero por qué tocaste la mía? ¿O fue adrede, para dejar sin tazas a ambas?

Una queja doméstica cualquiera. De esas que ni merecen respuesta.

Pero Alejandro marchó ofendido al trabajo y, al volver, ignoró cada palabra de Leticia. Ni siquiera acudió a cenar tras tres llamadas. Había que hacer las paces.

—Ale, olvida las tazas. El sábado vamos a El Corte Inglés y compramos nuevas. ¡Y tus manos son perfectas!

—¿De qué *tazas* me hablas? —la miró con ojos desorbitados—. ¿En serio no entiendes el daño que hiciste con tu lengua?

—Pediré perdón —balbuceó—. ¡No te enfades más!

—¿Perdón? —soltó una risa amarga—. Si lo que hicieras con tu comentario se arreglara disculpándose, sería el hombre más feliz. ¡Pero me has destrozado!

—Dios mío, ¿qué dije? —entendió que el problema iba más allá de la vajilla.

—¿Quién le dijo hoy a mi jefa que hablaba con «la esposa de Alejandro»? —vociferó, salpicándole la cara—.

—Estabas en la ducha y el móvil no paraba —explicó ella, confundida—. Contesté, le dije que esperara mientras te lo llevaba. Preguntó quién era y respondí «su mujer». Cuando te alcancé el teléfono, ya había colgado. ¿Qué tiene de malo?

—¿Que qué tiene? —gritó, con una vena palpitándole en la sien—. ¿Esposa? ¿Firmamos algo? ¿Te di anillo? ¿Hay un maldito papel que nos una?

Leticia bajó la mirada. Lo deseaba, pero hasta ahora…

—¡No! ¡Nunca! —rugió él—. ¡No eres nada mío! ¿Cómo te atreves?

***

—¿Hasta cuándo seguirán así? —preguntó Sofía Eugenia con media sonrisa.

—Mamá —reprochó Leticia—, no vivimos en tus tiempos. Tú misma tuviste… compañías tras morir papá.

—¡No calumnies! —la sonrisa se mantuvo—. A mi edad, los chismes no manchan. Tú eres joven. Te queda vida.

—Cincuenta y cuatro no es vejez. ¡Podrías casarte otra vez!

—Si apareciera un hombre decente, quizá —se alisó el pelo—. De momento, me conformo con sucedáneos.

—¿Y me das lecciones? —rió Leticia.

La sonrisa materna se esfumó:

—Entiendo que hoy muchos viven sin papeles, tienen hijos… Pero legalmente es «convivencia». ¡Sin garantías!

—El amor basta —replicó Leticia.

—El amor hoy se esfuma mañana. Un marido da seguridad. Hasta para la pensión alimenticia. Sin papeles, ni un juez te ayudará si él se emperra.

—Alejandro y yo vamos bien. Seis años juntos. ¿Para qué firmar?

—Pésimo argumento —advirtió Sofía Eugenia—. Llámalo «marido» en broma, pídele que abrace a su «mujercita». Que se acostumbre. Luego, el anillo.

—Si lo asusto, me quedo sola. La felicidad es frágil.

—Es tu vida —encogió hombros—. Te apoyaré con o sin nietos. Pero piensa: adultez implica responsabilidades. En tu relación, nadie debe nada. Es… absurdo.

***

Leticia agradeció el cariño materno, pero los consejos la perturbaban. El matrimonio era su seguro. Y su amiga Ana insistía:

—Imagina que piden un préstamo para piso o coche. Si lo ponen a nombre de Alejandro y se separan…

—¡Basta de catastrofismos!

—Si él regala propiedades a familiares, no podrás reclamar. ¡Sin papeles, no hay derechos!

—¿Y un juez?

—Necesitarías recibos, testigos… O arrastrarlo al Registro Civil —sonrió Ana—. Empieza llamándolo «maridito».

***

«Maridito» se sumó a los diminutivos. «Mujercita» sonaba armonioso. Al principio, Leticia temió que Alejandro protestara, pero él solo se reía. Nunca devolvía los apelativos.

Ella intensificó la campaña. En todas partes, con o sin motivo, lo nombraba «esposo». Tan inmersa estaba, que cuando la jefa de Alejandro llamó y preguntó quién era, respondió «su mujer» sin pensarlo.

***

—Ale, llevamos años juntos —dijo Leticia—. Creí que éramos familia. Sin papeles, sí, pero… Con hijos y futuro por delante.

—¡Pues sigue creyéndolo! ¿Para qué le soltaste lo de «esposa» a mi jefa? ¡Debiste callarte!

—Cariño, siempre te llamo marido. ¿Qué cambia?

—¡Que me despidió! —rugió—. ¡Arruinaste mi carrera! ¡No solo no iré al Registro Civil! ¡Me voy ahora mismo!

—¿Exageras? —preguntó ella, aturdida—. Solo dije que era tu mujer.

—Mira Beltrán me mantenía en el trabajo porque quería llevarme a la cama. ¡Al saber que tengo «esposa», firmó mi despido!

***

Una semana después, Mira Beltrán visitó a Leticia:

—Quería disculparme —dijo—. No por despedirlo, sino porque vivieron en mentiras. Él y yo… Tuvimos encuentros informales. Varias colegas también.

Leticia contuvo las náuseas.

—Creímos que era soltero. De haber sabido que tenía mujer…

—No estábamos casados.

—Ah, un conviviente.

—Ya ni eso —susurró Leticia.

—Mire —dijo Mira con tono firme—, es mejor así. No era marido ni compañero… Solo un tonto de capirote. ¡Le hizo un favor al irse!

Leticia asintió en silencio.

Ni marido, ni compañero. Solo un tonto.

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¿Acaso eres mi esposa? ¿Fuimos al registro civil juntos?