A punto de despedirse de este verano
Trabajando en la biblioteca municipal de Valladolid, Blanca llevaba años pensando que su vida era bastante monótona. Apenas llegaban visitantes: la gente ahora bucea por internet. Así pasaba los días, recolocando libros, quitándoles el polvo… pero si había algo positivo, era la cantidad de historias que se había zampado, de novelas románticas a ensayos filosóficos. Y, sin darse cuenta, a los treinta años, se percató de que toda esa pasión que leía en libros, nunca le había tocado de cerca.
La edad ya iba siendo seria para formar una familia, pero su aspecto era discreto y su trabajo poco lucido, ni de lejos bien pagado. Nunca se le ocurrió cambiar de empleo, estaba cómoda. Por la biblioteca se dejaban caer algunos universitarios, algún que otro chaval de instituto y de vez en cuando algún jubilado.
Hace poco, anunciaron un concurso profesional en Castilla y León y, sin esperárselo, Blanca se llevó el premio gordo: dos semanas pagadas en la costa de Cádiz. Menuda suerte.
Qué pasada. ¡Voy segurísimo! le gritó toda contenta a su amiga Lucía y a su madre. Con mi sueldo de funcionaria nunca podría permitírmelo. A veces la fortuna sonríe.
El verano se estaba acabando. Blanca paseaba sola por una playa tranquila, viendo cómo la mayoría de los turistas preferían esconderse en las terrazas, porque el mar aquel día rugía bastante. Era su tercer día allí y, no se sabe por qué, le apeteció disfrutar del arenal a solas, dar rienda suelta a sus pensamientos.
De repente, vio a un chico que la corriente arrastró del espigón al mar. No lo pensó dos veces; pese a no ser precisamente Mireia Belmonte, desde pequeña sabía mantenerse a flote. Saltó al agua, estaba cerca de la orilla. Las olas jugaban a favor y en contra: a veces le ayudaban a llevar al muchacho hacia la arena, otras lo arrastraban más adentro. Al final, lo consiguió.
Con su vestido bonito pegado al cuerpo, miró al chico y se llevó una sorpresa.
Pero si es casi un niño, tendrá catorce años y ya es casi más alto que yo… se dijo. Alzando la voz, preguntó: ¿Pero cómo se te ocurre meterte al agua con este temporal?
El chaval solo dijo gracias, tambaleándose mientras se alejaba de ella. Blanca se encogió de hombros, viéndolo partir. Al despertarse al día siguiente, sonrió sin razón. Hacía sol, el mar lucía azulísimo y el oleaje ya no era como el día anterior. Parecía que el mar le estaba pidiendo perdón por el susto del día anterior.
Después de desayunar, Blanca bajó a la playa a empaparse de sol. Al final de la tarde, decidió ir a dar una vuelta por el parque y, al pasar por el recinto de las ferias, se topó con un tiro al blanco. En sus tiempos por el colegio y la facultad tenía buena puntería, aunque falló el primer tiro. Al segundo, dio en la diana.
¡Mira, hijo, así se apunta! escuchó una voz masculina a su espalda. Al girarse, reconoció asombrada al muchacho de la playa.
En la mirada del chico se veía el susto. Él también la reconoció, y Blanca supo que el padre no sabía nada del incidente. Disimuló una sonrisa.
¿Por qué no das tú una exhibición? le propuso el padre, un hombre alto, simpático, que se presentó enseguida. Yo soy Andrés, y mi chaval, Sergio, no da ni una, aunque para qué negarlo, yo tampoco.
Acabado el tiro, siguieron paseando, luego se sentaron en una terraza y se zamparon unos helados; hasta se animaron a subir a la noria. Al principio, Blanca pensó que pronto aparecería la madre de Sergio, pero está claro que iban de vacaciones de solteros, porque ni la esperaban ni la echaban en falta.
Andrés era un conversador nato, interesante y cada minuto le caía mejor a Blanca.
¿Hace tiempo que llegaste, Blanca?
No, sólo llevo una semana. Me queda otra.
¿Y de dónde eres, si puede saberse?
Resultó que los tres eran de Valladolid. Al descubrirlo, se echaron a reír.
Mira que es curioso, en la ciudad jamás nos cruzamos y aquí, en la otra punta, nos encontramos decía Andrés todo sonriente, cada vez más a gusto con aquella mujer tranquila y agradable.
El chaval se soltó con confianza, parecía que intuía que Blanca no iba a contarle a su padre lo de la playa. Ya de noche, la acompañaron a su hotel y quedaron en verse al día siguiente.
A la mañana siguiente, Blanca fue la primera en llegar a la playa. Sus nuevos amigos tardaron casi una hora.
Buenos días, escuchó la voz conocida. Perdona, Blanquita, de verdad. Andrés se acomodó a su lado, disculpándose. No te lo vas a creer, pero se nos pegó la sábana y no oímos el despertador.
Papá, me voy a nadar anunció Sergio y se metió en el agua.
De pronto, Blanca soltó un ¡espera, que no sabes nadar!. Andrés, extrañado, le contestó:
¿Que no sabe nadar? Si en la escuela siempre compite, es de los mejores.
Ella se quedó callada. Tal vez se había hecho una idea equivocada aquel día.
Resultó que vivían en el hotel de al lado. Los siguientes días fueron como un pequeño sueño: playa por las mañanas, excursiones por la tarde, noches de paseo junto al mar. Blanca se preguntaba qué le preocupaba a Sergio, y tenía la corazonada de que algo le rondaba la cabeza.
Un día, Sergio apareció solo en la playa.
Hola. Papá está malucho, tiene fiebre. Yo le dije que tú podrías cuidar de mí, no me apetecía quedarme solo le sonrió.
Dame el número y le llamo para avisarle.
Buenos días respondió Andrés al recoger. La verdad que tengo fiebre alta, cuídame bien al chaval, que seguro que se porta. Yo confío.
Tú tranquilo, recupérate. Aquí está en buena compañía le aseguró Blanca.
Tras un rato en el agua, Sergio se tumbó junto a ella y de repente, soltó:
Sabes, eres de verdad una buena amiga.
¿Cómo lo sabes?
Por no decirle a mi padre lo que me pasó el otro día. Es que me asusté al caer al agua, y salí como pude…
No hay nada que agradecer, le guiñó el ojo Blanca. Pero, cambiando de tema, preguntó: Sergio, ¿y tu madre? ¿Por qué venís solos?
El chaval se quedó pensativo, y con gesto de adulto decidió contarle el lío familiar.
Andrés, por su trabajo, viajaba mucho. Cuando él se iba, Sergio se quedaba con su madre, Carmen. De puertas para fuera, eran la familia perfecta. Pero en realidad… todo era apariencias. Y, por lo visto, Carmen tenía otro motivo para invitar a su compañero de trabajo Arturo y su hija Clara a casa durante las ausencias de Andrés. Clara, un par de años mayor que Sergio, era una chica despierta y con mucho desparpajo. Una vez, después de pasear por el parque, le soltó sin miramientos:
Menos mal que vuelve tu padre, yo ya estaba hasta el moño de hacerte de canguro. Hice un trato con el mío: que te sacara de casa mientras nuestros padres trabajaban.
Aquello le cayó como un jarro de agua fría. Al volver Andrés, ya nada volvió a ser igual. Sergio no sabía si callar o contarlo todo. No hizo falta mucho tiempo para que la tensión explotara en casa. Una noche, mientras volvía de entrenar, oyó la bronca de sus padres desde la entrada:
Sí, te engaño, ¿y qué? espetó Carmen. Me voy con Arturo, monta el follón que quieras.
Haz lo que quieras, pero Sergio se queda conmigo respondió Andrés.
Perfecto, a mí me espera otra vida contestó ella.
El sábado, Sergio se hizo el remolón en la cama, escuchaba cómo su madre recogía, y su padre callado con el ordenador delante. Cuando Carmen se marchó, Andrés intentó explicárselo todo, pero Sergio le cortó:
No tienes que contarme nada, papá, ya lo sé todo. Te quiero y estamos mejor tú y yo solos.
Anda, ven aquí que ya eres todo un hombre le despeinó Andrés, con cariño. Y a tu madre, habla con ella cuando te apetezca, que el problema es ella y yo.
Pero de momento, Sergio no quería saber nada. Más tarde, Blanca y Sergio llevaron fruta a casa de Andrés, que ya se animaba. Prometió que al día siguiente volvería a la playa, como nuevo.
Tres días después, padre e hijo se marcharon, pero Blanca tenía dos días más de vacaciones. El verano se desvanecía. Despidieron la estación en la arena, como si no quisiera terminar. Andrés prometió recibir a Blanca en la estación del AVE, Sergio con una sonrisa enorme.
Blanca, sin hacerse demasiadas ilusiones, leía de vez en cuando los mensajes cariñosos de Andrés, confesándole lo mucho que ya la echaba de menos. Poco después, Blanca dio el paso y se mudó con Andrés y Sergio. Y quien más feliz estaba con aquella nueva casa, era el propio Sergio: por su padre, por él, y por Blanca.







