Víctor llegó de la pesca más tarde de lo habitual, su esposa Tamara ya estaba impaciente esperando a su querido, pensaba que algo había pasado en el camino, mientras su hijo Kólka, inquieto, preguntaba: “¿Dónde está papá, dónde está papá?

Querido diario,

Hoy ha sido una noche de sorpresas y desencuentros que aún me cuesta asimilar. Mi esposa, María, esperaba con paciencia la llegada de mi coche, pues había llegado más tarde de lo habitual. Ella ya se había preocupado, pensando que algo le habría ocurrido en el camino. Nuestro hijo, Colacho, pequeño y tembloroso, rondaba la estufa gritando ¡Papá, papá! ¿Dónde está papá?. La angustia se dibujaba en su carita mientras intentaba escalar el banco para alcanzarme.

Al fin, dos faros amarillos iluminaron la entrada de la casa de los Hernández y supe que había llegado. Colacho, como un cangrejo, saltó de la estufa, equilibrándose en una pierna y luchando por ponerse el botín. Yo, cansado, le dije que se quedara junto al fuego porque hacía un frío que calaba los huesos y la noche ya estaba sobre nosotros.

María, ya cansada de la espera, soltó un suspiro y murmuró que tal vez yo había llegado ebrio. Colacho, quédate en casa, yo iré a ver qué pasa, me dijo mientras intentaba abrigarle el hombro con una chaqueta. Yo, al oír su tono, respondí con irritación: ¿Y ahora qué? ¿Qué temes?. Ella, sin perder la compostura, tiró de la chaqueta y, al mismo tiempo, la puerta se abrió de par en par.

Un denso vapor de humo se coló en la estancia y, entre la niebla, apareció mi hermano Víctor, acompañado de una joven de unos dieciocho años, envuelta en un chal y un abrigo marrón con el cuello de terciopelo negro. Sus ojos grises, tan profundos como el cielo de invierno, buscaban refugio. María, sin entender mucho, la ayudó a desposarse del abrigo. La muchacha, que resultó llamarse Eulalia, estaba visiblemente embarazada, con el cuerpo encorvado como un pato recién despertado.

Colacho se asomó tímido desde la estufa. ¿Dónde está mi padre?, preguntó. Víctor, con una sonrisa forzada, levantó a Colacho y, como si quisiera que viera el techo, lo sostuvo en el aire. Mamá, prepara algo de comer, que no vamos a pasar la noche con el estómago vacío.

Cuando la noche se hizo más densa y el sueño empezó a adormecer a Colacho, escuché a Víctor murmurando algo entre dientes mientras María respondía en voz baja, con un leve sollozo.

A la mañana siguiente el rumor se propagó por el pueblo: Víctor Hernández había traído a su hermana menor, embarazada, a la aldea. Las vecinas, reunidas en la cuadra de la granja, comentaban con vocecilla:

Parece que el hombre abandonó a su mujer y a sus hijos, ahora trae a esa niña como si fuera una muñeca.

¿Qué? Tú dices que Víctor era huérfano, pero ahora resulta que tiene una hermana

Si no tiene padres, ¿no es huérfano? ¿De dónde salió la hermana?

Del orfanato, ya ves, no hay más que contar, Acuña. ¿Y el marido?

¡Anda ya, Tomasa, no le hagas caso!

Días después, Eulalia, tía de Colacho, decidió dar a luz en el hospital del municipio. Poco después, nació una pequeña llamada Manuela, tan roja y delicada como una muñeca de trapo. La madre nunca volvió; María, con una voz corta, anunció su fallecimiento.

Manuela creció bajo la mirada atenta de la vecina Svetla, quien la trató como a su propio hijo. Colacho, al verla, exclamó que ahora tendría su propio muñeco, su bebé. Yo, sin embargo, no quería que la niña fuera enviada al orfanato ni arrojada al río. ¡Mamá, deja a Manuela! Yo cuidaré de ella, gritó Colacho aferrándose al dobladillo del vestido de María.

Yo permanecía allí, con la cabeza gacha, mientras la discusión se volvía más áspera. Finalmente, Víctor, cansado, se quedó en silencio.

¡Haced lo que queráis!, exclamó María con resignación, y salió al patio.

Me acerqué a Manuela, que dormía tranquila entre mantas de la casa municipal, y le susurré palabras de consuelo, llamándola sol y pequeña. Colacho, tembloroso, temía que su madre la entregara, pero la niña seguía allí, sin saber que su destino pendía de un hilo.

Los años pasaron. Víctor encontró trabajo en una furgoneta, María ordeñaba vacas en la pequeña granja y yo trabajaba en el taller mecánico del pueblo. Colacho, ya grande, corría desde la escuela con los brazos abiertos, atrapando a su hermanita Manuela, que ahora corría como cualquier niña del pueblo.

Cuando Colacho cumplió el servicio militar, regresó convertido en un joven decidido. Las vecinas comentaban:

Él la crió como a su propio hijo, sin que la madre se diera cuenta. Tomasa es áspera y Víctor es un hombre de pocas palabras, pero los niños son distintos.

Con el tiempo, Manuela se formó como médica y volvió al pueblo para atender a sus vecinos. Encontró marido, tuvo hijos y, cuando llegó la hora de mi propia partida, quedó a cargo de mi madre, quien, pese a sus protestas, la acogió.

Aquella noche, escuché una voz que llamaba: ¡Mamá!. Me levanté, y María, con dulzura, me dijo:

Siéntate, niña, descansa.

Yo, con la voz quebrada, le pedí perdón:

Perdóname, Manuela, por haber pensado en enviarte al orfanato

Mamá, ¿cómo has podido? Sabes que eres mi hermana, aunque el padre la había puesto en la calle

Su respuesta fue un mar de lágrimas y confesiones. Me explicó que su madre había querido entregarla a un orfanato, pero el destino la había traído a mi casa. Me habló de su padre, su difunto abuelo y de cómo todo aquel enredo había sido obra del destino, o tal vez de Dios.

Al final, con la voz cansada, me dijo:

No te guardo rencor, niña. Todo lo que hice fue por amor, aunque a veces haya parecido cruel.

Yo, con el corazón apretado, comprendí que la vida nos arroja pruebas que sólo el tiempo nos permite descifrar. Así que, querido diario, cierro esta página con una reflexión que llevo grabada:

**No juzgues los caminos ajenos antes de haber caminado en sus zapatos; la compasión y el perdón son la llave que abre el futuro, y cada día es una oportunidad para reparar los errores del ayer**.

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MagistrUm
Víctor llegó de la pesca más tarde de lo habitual, su esposa Tamara ya estaba impaciente esperando a su querido, pensaba que algo había pasado en el camino, mientras su hijo Kólka, inquieto, preguntaba: “¿Dónde está papá, dónde está papá?