Reencuéntrate contigo mismo

¿Lo has registrado en el domicilio?, me pregunto sin poder creerlo. Antes mi madre nunca había pensado en algo así.
¿Y qué? ¿Que Ignacio vaya a ser un simple inquilino?, le dice a media voz mientras mira al compañero de piso.
Ya tiene cuarenta años; debería tener su propio piso.

El padre fallece cuando Salvador tiene trece años y su hermana Inés apenas tiene tres. No hay quien los ayude: la única abuela materna murió dos años antes y no tienen más parientes.

Para ser sincero, Salvador no sufre mucho la pérdida del padre; el hombre siempre estaba de guardia en la fábrica y la familia apenas lo veían. Sin embargo, el padre les mantenía, y ahora les cuesta vivir con el salario de su madre, que trabaja como cajera en un supermercado de Madrid.

A la madre le rompe el corazón haber perdido al sostén de la familia; parece desorientada y Salvador la apoya como puede, echa mano a trabajos esporádicos, ayuda en casa y cuida a Inés. No se opone cuando, un año después, la madre lleva a casa a un tal Nicolás.

Claro que un desconocido no le sirve de nada a Salvador, pero la madre vuelve a sonreír, parece más joven. La calma dura unos meses y, de repente, Nicolás desaparece.

Resulta que estaba casado oye la madre lamentarse a su vecina, Carmen. Y estaba de paso por un encargo. Mejor vivir en un piso cómodo que en un hotel, ¿no?

Ay, Anabel suspira Carmen. Tienes dos hijos; deberías ocuparte de ellos en lugar de andar persiguiendo a tipos que aparecen y desaparecen.

Después llega el pesado Roberto Gómez, que llama a la madre mi golondrina y a Salvador e Inés mis pichoncitos. Se queda medio año. Luego aparece Esteban, callado, discreto y muy educado; dura tres meses.

Salvador no entiende por qué a su madre le va tan mal con los hombres. Es guapa, buena ama de casa y cariñosa Después de Esteban se produce una pausa.

No necesito a nadie declara Ana María, la misma vecina. Dios me ha dado hijos buenos; los crío y soy feliz.

Salvador respira aliviado. Tiene dieciséis años y sueña con entrar en la universidad en Sevilla.

Gracias a la abuela, empezó la escuela a los seis, así que no puede marcharse sin el permiso de su madre, y tampoco puede dejar a su hermana bajo el cuidado de Ana María, que está siempre ocupada con hombres.

¡Pero hijo! exclama la madre cuando él balbucea sus planes al acabar el undécimo curso. Claro que puedes irte. Inés y yo nos las arreglaremos. Solo que no sé si podré ayudarte con dinero se entristece.

Yo mismo me ocupo de todo se anima Salvador. ¿Estás segura?

Claro que sí.

En ese momento él no sabe que su madre le suelta la correa por una razón. Entra a la universidad, se muda a una residencia, estudia y trabaja por las noches. No es fácil, pero está preparado para los retos.

La nostalgia le golpea: extraña a su madre y, sobre todo, a su hermanita.

Inés y él son muy unidos; la niña lo idolatra y le obedece en todo. Cuando se entera de la partida de su hermano, llora, pero después declara con firmeza que él tendrá una vida mejor y que ella lo esperará.

Al cabo de unos meses, durante una llamada telefónica (hablan al menos cada tres días), Inés suena cansada y triste, y una noche estalla en llanto.

Vamos, mi pequeña, le ordena Salvador con tono serio. Sécate y cuéntame qué ocurre. Dime la verdad, ¿vale?

Obedeciendo, Inés relata lo ocurrido y Salvador siente un escalofrío.

Resulta que, en cuanto él se fue, la madre trajo a casa al tío Ignacio, un electricista de una pequeña empresa, calvo y con cara roja, que se proclama dueño del piso. La madre se vuelve su alfombra, olvidándose de su hija.

Inés, de ocho años, ya va sola a la escuela que está a dos cuadras de casa y regresa sin compañía. La madre deja de llevarla al piscina y a la clase de teatro: «Vete sola, aprende a valerte».

Ignacio insiste en que la niña cocine, lave y planche por sí misma; la madre todavía le resiste, aunque parece que no durará mucho. Además, prohíbe a Inés salir de su habitación sin permiso mientras Ignacio está en casa y le aconseja que aparezca lo menos posible.

¿Qué tiene, la madre, que se haya vuelto una loca?, exclama Salvador tras escuchar a su hermana. ¡Hablaré con ella! No llores, mi pequeña, lo solucionaré.

Pero no lo logra.

¿Acaso no merezco ser feliz?, le replica la madre con desafío. ¡Ignacio es un buen hombre! Inés solo es una consentida que necesita disciplina.

Antes llamaba a su hija Inesita, pero ahora la llama Catarina cuando está enfadada. Salvador le pregunta cauteloso:

Mamá, ¿estás bien? ¿Te duele algo?

Me siento perfecta responde ella, suavizando luego: Inés solo exagera Extraña mucho a su hermano y por eso inventa cosas para que le hagas lástima.

Salvador duda de la sinceridad de su hermana, pero tampoco tiene motivos para desconfiar de su madre. Se concentra en los exámenes, quiere aprobar la convocatoria antes y conseguir un curro.

Le falta dinero; no bebe, no fuma y no sale de fiesta con sus compañeros. Aprobará la convocatoria casi con honores, pero el empleo se le escapa.

Tengo miedo de él llora Inés por teléfono, aterrada. Se pelean con mamá, él se queda encerrado horas y a veces anda por el piso desnudo

¿Qué quieres decir, totalmente desnudo?

Sí, insiste Inés. Lo temo.

Salvador nunca ha sido muy imaginativo, pero ahora se le aparecen imágenes horribles. Toma el primer autobús de regreso a casa y verifica que su hermana decía la verdad.

Ignacio merodea por el piso como un fantasma, mira al joven desde arriba y grita a la madre:

«Tu hijo ha llegado y ni una mesa has puesto para los hombres».

Ella, con una sonrisa servil, le responde: «Ya, Ignacio, pronto todo estará listo».

Salvador no bebe con el dueño. Se refugia en la habitación de Inés, que ahora llora de alivio. Apenas oye a Ignacio comentar a la madre: «Mal criado, no respeta a los mayores», y ella balbucea algo asustada.

En dos días confirma que Inés no estaba inventando; Ignacio domina la casa. Intenta dar órdenes, pero Salvador le responde al instante:

¡No me digas qué hacer en mi casa!

Aah gruñe Ignacio. Mira, tu hijo no me reconoce como persona. Explícale.

Hijo, ¿por qué te alteras?, llega la madre. Ignacio también está registrado aquí; podéis llegar a un acuerdo, que vivimos todos bajo el mismo techo

¿Lo has registrado en el piso?, se queda boquiabierto Salvador. Antes mi madre nunca lo hubiera imaginado.

¿Y qué? ¿Que Ignacio sea un simple inquilino? repite ella, mirando de reojo al compañero. Tiene cuarenta años, debería tener su propio hogar.

Mientras discuten, la puerta de entrada se cierra de golpe. Ignacio, ofendido, se marcha. La madre se estremece, intenta seguirlo, pero Salvador la retiene.

Mamá, ¿qué ocurre? intenta mirarla a los ojos. ¿Te está manipulando? ¿Vamos al médico?

¿Qué sabes tú?, solloza de repente. Tal vez, por primera vez en mi vida, he amado. ¡Y él me ama! ¿Crees que es fácil vivir sin marido? estalla en llanto.

Salvador se queda sin saber qué hacer. Siente lástima por su madre, por su hermana y por él mismo; no puede abandonarlos. Su universidad parece un sueño lejano

Lo esencial es deshacerse de Ignacio.

Los ruegos a su madre no surten efecto; parece que Ignacio la ha hipnotizado. Salvador busca otra salida, ahora que internet le permite encontrar respuestas a cualquier cuestión.

Mamá, o echas a tu compañero por la puerta o me llevo a los tribunales, declara con firmeza.

¿A los tribunales?, hijo, Ignacio vive aquí legalmente responde ella, tan firme como él.

Pues lo veremos. Lo registraste cuando yo era menor; ahora todo ha cambiado. Piensa en ello insiste Salvador.

Ignacio, al ver que la justicia se avecina, se marcha después de dos días.

La madre vuelve a mirarlo con ojos llorosos, pero poco a poco recupera la sonrisa y desaparece del hogar, como si se hubiera reconciliado con su amante.

Salvador se matricula en estudios a distancia y consigue trabajo en su ciudad natal. Espera que su madre recobre los sentidos, y mientras tanto sigue viviendo con ellos, por si alguna vez ocurre algo inesperado.

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