“Bien hecho, Iroita. Has encontrado tu destino.
Ira era la invitada más discreta del cumpleaños de Marina. Las chicas estudiaban juntas en la universidad.
Marina había invitado a todo el mundo con generosidad, pero muchas se habían ido ese fin de semana a sus pueblos. Ira, callada y tímida, decidió aceptar la invitación.
Al fin y al cabo, ella nunca salía, y acababa de cumplir dieciocho, igual que Marina. Aunque, claro, Ira nunca había celebrado su cumpleaños con amigos
No tenía amigas cercanas, y sus padres la convencieron de pasar el día en casa, en familia, con los abuelos.
Así que un cumpleaños a los cinco es igual que a los dieciocho pensó con tristeza.
Claro que quería a los suyos, pero no entendía cuándo llegaría su momento de ser adulta, de ser vista.
¿Cuándo notaría alguien su femineidad, esa belleza discreta y esa ternura que llevaba dentro?
Soñaba con el amor, pero se avergonzaba de sí misma. No era brillante como Marina o su amiga Lucía.
Ellas se maquillaban sin miedo, vestían a la moda, a veces incluso atrevidamente, sobre todo en clase, y los profesores les llamaban la atención.
A Ira, en cambio, su madre le elegía la ropa, y su abuela le tejía jerséis.
Y la abuela se ofendía porque su nieta apenas los usaba.
Pero ¿cómo iba a salir a la calle con esos jerséis anticuados? Solo se los ponía en casa, y solo en invierno.
Aquella noche, en casa de Marina, se reunieron chicos y chicas de la universidad. Eran doce en total.
Cuando terminó la cena y empezó la música, Ira salió del piso y se sentó en un banco cerca del portal.
Nadie notó su ausencia. La chica se ruborizaba ante los chicos desconocidos, aunque, en realidad, nadie le prestaba atención. ¿Era eso lo que más le dolía?
Miró el reloj.
Debería irme. Mamá estará preocupada pensó. Prometí no tardar
De pronto, un chico salió del portal. No era uno de los invitados.
Se sentó al otro extremo del banco y miró melancólico las ventanas del segundo piso, donde resonaba la música y las risas.
¿Vienes de ahí? le preguntó de repente a Ira. Ella asintió hacia la ventana de Marina.
¿Y qué? ¿Marina está bailando? ¿Divirtiéndose? volvió a preguntar el chico, con ojos tristes.
Esta vez, Ira se atrevió a devolverle la pregunta:
¿No lo oyes? Sí, se divierten
Ya. Para eso es un cumpleaños contestó él. Yo, en el mío, estuve solo. Ni siquiera lo celebré. Bueno, un té con pastel en familia, como en infantil.
Ira alzó las cejas, sorprendida.
A mí me pasó igual. ¿Eres amigo de ella? preguntó, señalando la ventana.
Sí y no. Quiero decir, me gustaría, pero ella ni se fija en mí. Ni siquiera me invitó hoy. Y eso que somos vecinos desde hace años. Ella sabe lo que siento por ella
El chico calló. Ira suspiró, comprendiéndolo. Luego, de pronto, dijo:
No te preocupes. Yo también lo paso mal. Pero ¿de qué sirve? Nadie se da cuenta. He salido de allí y nadie lo ha notado. Soy invisible. Da igual que exista o no
Venga, no digas eso intentó consolarla él. Aunque, bueno, tienes razón. Quizá hay gente así. Como tú y yo. Gente con mala suerte.
No, no es eso. Somos discretos. Poco llamativos. Quizá hasta tiene su ventaja. Hay cierta libertad en eso.
¿Tú crees? se sorprendió el chico. Por cierto, me llamo Pablo. ¿Y tú?
Ira.
Pasaron un rato escuchando la música, mirando de vez en cuando las ventanas. Quizá los dos esperaban que, de pronto, Marina asomara y los llamara para unirse a la fiesta. Pero nadie lo hizo.
Ha sido un placer conocerte dijo Ira con educación, pero debo irme. Prometí no llegar tarde
¿Quieres que te acompañe? Al menos hasta la parada.
Ira y Pablo caminaron por el parque, hablando y sonriéndose sin querer.
Pablo notó que su atención alegraba a la chica, que le gustaba y la hacía feliz. Lo vio en el rubor de sus mejillas, en sus ojos, que apartaba cuando él admiraba sus largas pestañas.
Empezó a contar chistes, anécdotas divertidas, todo lo que se le ocurrió para oír su risa y alargar el momento.
Llegaron a la parada. Ira le dio las gracias y se despidió, pero él no se movió hasta que ella subió al autobús. O más bien, hasta que Ira, como sin querer, dejó pasar el primero y tomó el segundo
Al subir, le hizo un gesto a Pablo, como si fueran viejos amigos.
Él se quedó allí un rato más, incapaz de irse. Como si aquella chica de ojos expresivos y hoyuelos lo hubiera hechizado.
Pablo dio media vuelta y volvió a casa. Y de pronto entendió que quería verla otra vez. Pero no tenía su número, ni su dirección ¿Y cómo pedírselo así, de repente? Sería raro.
A la mañana siguiente, Pablo se levantó y corrió a casa de Marina. Subió las escaleras y llamó a su puerta.
Ella abrió y, frunciendo el ceño, dijo:
¿Otra vez? No voy a salir contigo, Pablo. Ni hoy ni nunca. Ya te lo dije
No, no es eso se avergonzó él. Quería Bueno, necesito el número de una compañera tuya. Ayer estuvo aquí. Dejó algo en el banco ¿Me das su teléfono?
¿De quién? preguntó Marina, confundida.
Se llama Ira.
¿Ira? ¿Qué Ira? Marina dudó un instante. Ah, Irita ¡Vaya! Bueno, espera.
Minutos después, le entregó un papel a Pablo.
Para Romeo. Vaya, Irita, la tímida ¿Cuándo se las arregló? Marina sonrió y cerró la puerta.
Pablo, feliz, guardó el papel como un tesoro y corrió a casa.
Pasó el día ensayando qué decir, nervioso. Al anochecer, llamó a Ira.
La invitó a pasear de nuevo y le prometió un helado. Para su alegría, ella aceptó encantada.
Parecía que esperaba su llamada, y su voz sonó aún más dulce por teléfono. O quizá él solo lo imaginó
Pasearon por el parque, comieron helado y hablaron sin parar. Sus personalidades e intereses resultaron ser muy parecidos.
Ahora te invito yo dijo Ira, más segura, al despedirse. Pero la próxima vez no será al parque, sino al cine. ¿Te apetece?
Desde entonces, no se separaron. Iban al cine, a museos, y un año después, cuando ya eran novios, empezaron a viajar juntos.
Dos años después de conocerse, se casaron.
La madre de Ira lloraba, diciendo que era demasiado joven. Pero la abuela, en cambio, afirmaba:
Bien hecho, Iroita. Has encontrado tu destino y te has casado. Eso es seriedad. No hay que andar probando con otros. Con un muchacho como Pablo, hay que quedarse. Será un buen hombre. La cuida como a una niña. ¿Qué más se puede pedir?
Menuda tímida decían sus compañeras. La primera en casarse. Y







