«Cómo la suegra convierte el fin de semana en una tortura»

«¡No somos tus empleados!» Así convierte la suegra cada fin de semana en una verdadera penitencia

Hace un año que nadie me habría imaginado que mis escasos y anhelados fines de semana se convertirían en jornadas de trabajo físico inmenso, con los músculos temblorosos y las lágrimas brotando sin control. Hoy es mi realidad. La culpable es mi suegra, la inquebrantable Dolores García, que ha decidido que, como mi marido Carlos y yo vivimos en un rascacielos en Madrid sin jardín, no tenemos excusas y podemos ser explotados a su antojo.

Carlos y yo llevamos poco más de un año de casados. Celebramos una boda modesta, porque el dinero escasea y en nuestra ciudad cada euro cuenta. Mis padres nos ayudaron a conseguir un pequeño piso en una fachada antigua. No está en perfectas condiciones, así que vamos haciendo reformas poco a poco: cambiamos un grifo, ponemos papel pintado aquí, un suelo nuevo allá en la cocina. El dinero siempre falta y el tiempo menos.

Los padres de Carlos poseen una casa de campo en Segovia con un amplio huerto, gallinas, patos, una cabra y dos vacas. Viven en una zona donde muchos aun cultivan la tierra como lo hacían sus abuelos. Es su proyecto, lo respetamos, pero para nosotros no tiene sentido.

Dolores, sin embargo, lo ve de otro modo. Cuando supo que «vivimos cómodos en la ciudad, sin jardín ni obligaciones», empezó a invitarnos sin cesar. Al principio solo decía «pasad a visitarnos», pero pronto cada sábado y domingo recibimos órdenes claras: «¡Venid a ayudar!». No se trata de relajarse ni de pasar un rato agradable, sino de trabajar. Apenas cruzamos la puerta nos entrega una escoba, una pala o un cubo y nos manda al jardín con una sonrisa forzada.

Al principio pienso que basta con ayudar unas cuantas veces para demostrar que somos parte de la familia. Carlos intenta frenar a su madre: «Tenemos reformas, poco tiempo, trabajos que nos agotan». Pero la terquedad de Dolores no conoce límites. «¡Vivid como reyes en la ciudad! ¡Yo llevo todo el peso en la granja!». No le interesan nuestras excusas de cansancio. «¿Qué tenéis que hacer en vuestro pequeño piso? ¡Os criamos y ahora tenéis que devolver!».

Quiero ser una buena nuera, evitar conflictos. Entonces, en una de sus visitas, me lanza un cubo de agua y un trapo: «Mientras yo preparo la sopa, tú limpias todo el suelo, de la cocina al granero y de vuelta. Y Carlos debe tallar tablas, el gallinero necesita reparaciones». Quiero rechazar educadamente, alego agotamiento de la semana, pero ella no escucha. Me trata como si fuera una obrera pagada que se atreve a decir que no.

El domingo por la noche siento cada músculo dolido. El lunes llego tarde al trabajo y mi jefe se queda perplejo; nunca me había enfermado antes. Miento diciendo que estoy indispuesta, todo tras un «relajante» fin de semana con la suegra. No hay gratitud, solo irritación y desilusión.

Lo peor es que, pese a que repetimos una y otra vez que tenemos nuestras propias tareas, que la casa sigue a medio reconstruir, Dolores nos llama a diario: «¿Cuándo venís? ¡El huerto no se cultiva solo!». Cuando le decimos que ahora no podemos, responde: «¿Qué estáis reparando que no termináis nunca? ¿Queréis levantar un castillo aquí?».

Su descaro me impacta, sobre todo cuando afirma: «Contaba contigo, mujer. Tienes que aprender a ordeñar vacas y a sembrar verduras, eso te hará mejor». Me quedo callada, pero por dentro hierven los ánimos. No quiero vivir en el campo, no quiero ordeñar ni apilar estiércol.

Carlos me apoya; también está harto de sus exigencias. Antes iba con gusto a la casa de sus padres, ahora solo por obligación. Ignora muchas de sus llamadas, que cada vez están llenas de reproches. Yo busco excusas para no volver.

Un día llamo a mi madre y le cuento todo. Ella me comprende y me dice que la ayuda debe ser voluntaria, que no se puede convertir a una familia joven en mano de obra gratuita. Si seguimos permitiendo que nos usen, solo empeorará la situación.

Estoy agotada del doble ritmo: trabajo en Madrid y reformas aquí, trabajo de campo allá. Solo quiero dormir sin alarmas, pasar un fin de semana leyendo o viendo una película, no con pala y tierra.

Carlos sugiere que planteemos un ultimátum: o Dolores deja de hostigarnos, o cortamos el contacto. ¿Suena duro? Tal vez, pero tenemos nuestra propia vida, sueños y metas. No nos hemos comprometido a ser eternos empleados domésticos.

Y si alguien dice: «Así es normal, hay que ayudar a los padres», no estoy en contra de ayudar, pero ayudar implica preguntar, no imponer. Hay que ser agradecido, no manipulado. La ayuda debe ser una opción, no una obligación impuesta.

Quizá el invierno haga que el ímpetu de Dolores se enfríe. Entonces, por fin, podré respirar tranquilo y recordar que el fin de semana es para descansar, no para el trabajo forzado.

Al final aprendo que no se deben soportar obligaciones por puro deber, y que el amor no se impone con el sudor. Hay que trazar nuestros propios límites, o de lo contrario serán los demás quienes los dibujen por nosotros.

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