El hombre de traje se detuvo junto al puesto del mercado.

El hombre de traje se detuvo junto al puesto. Su mirada serena, pero firme, se clavó en el joven alborotador. A su alrededor, la gente contenía la respiración. Nadie se había atrevido a intervenir hasta entonces, pero su presencia cambió el ambiente por completo.

Bastadijo con voz tranquila pero contundente. Deja el cubo en paz.

El gamberro, sorprendido por un instante, soltó una carcajada.

¿Y tú quién eres, señor trajeado? ¿Vienes a comprar huevos o a hacerte el héroe?

El hombre no pestañeó. En lugar de responder, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una cartera de piel. La abri con calma, extrajo unos billetes gruesos y los dejó sobre la mesa, frente a la anciana que aún se secaba las lágrimas con el borde del delantal.

Señoradijo con respeto, yo le compro todos los huevos, incluso los rotos. Su trabajo no merece burlas.

El murmullo de la gente creció. Unos asentían, otros movían la cabeza, asombrados.

Pero el gamberro no se dejó impresionar.

¡Ja! ¿Crees que por sacar billetes eres el amo del mercado? ¡Aquí mando yo!

Se acercó con actitud amenazante, pero el hombre de traje dio un paso al frente y, sin alzar la voz, afirmó:

Un gesto más y lo lamentarás.

Había tal seguridad en su mirada que el joven vaciló. Pero, para no perder su «prestigio» ante el público, levantó la mano para volcar el cubo.

En un movimiento rápido, el hombre le agarró la muñeca y la apretó. No con brutalidad, pero lo suficiente para detenerlo.

He dicho que lo dejesrepitió.

¡Ay!gritó el joven. ¡Suéltame, loco!

La gente estalló en murmullos, algunos incluso aplaudieron, aliviados de que alguien hubiera puesto en su sitio al matón que los tenía atemorizados.

El hombre lo soltó y añadió con la misma calma:

Vete. Y no vuelvas a molestar a esta señora ni a nadie más.

El joven, rojo de vergüenza y rabia, miró alrededor. La gente ya no parecía indiferente; ahora lo miraban con desprecio y cierta satisfacción al verlo humillado. Sintiéndose solo, masculló unas palabrotas y se marchó entre los puestos.

El mercado respiró aliviado.

La anciana, aún temblorosa, se acercó al desconocido.

Hijo no sé quién eres, pero Dios te ha traído hoy. Yo no tengo fuerza ni voz, y todos tenían miedo

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez eran de agradecimiento.

El hombre le puso una mano suave en el hombro.

No llore, señora. La gente debe aprender a respetar el trabajo de los humildes. Haré más que comprar sus huevos.

Se volvió hacia la multitud:

Buenas gentes, ¡no podemos quedarnos callados ante la injusticia! Hoy es ella, mañana puede ser cualquiera. Si estamos unidos, ningún gamberro volverá a imponerse aquí.

La gente estalló en aplausos. Algunos se acercaron a la anciana para ofrecerle algo: unos euros, un pan, fruta. Otros le daban ánimos con palabras cariñosas.

El hombre pagó por todos los huevos, incluso los rotos, y le dio mucho más de lo que valían.

Tome, señora. Para medicinas, para comida. Y no vuelva a llorar.

La anciana intentó arrodillarse para besarle la mano, pero él la detuvo.

No a mí, dé las gracias al Señor. Solo hice lo que debía.

Luego sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó.

Si alguien la molesta, llame a este número. Me encargaré de que esté protegida.

Poco a poco, la gente se dispersó, pero los comentarios seguían. Todo el mercado hablaba del «hombre de traje» que había puesto en su sitio al gamberro. La historia corrió de boca en boca, y por primera vez en mucho tiempo, la gente sintió que podía decir «no» a la injusticia.

La anciana emprendió el camino a casa con pasos lentos, pero el alma más ligera. Llevaba una bolsa llena de regalos de los vecinos, y en el corazón, una gratitud infinita. Su marido enfermo la esperaba, y ahora podía llevarle no solo pan y medicinas, sino también la noticia de que aún había bondad en el mundo.

Esa noche, en su humilde casa a las afueras del pueblo, la anciana le contó todo a su marido. Sus ojos cansados brillaron al escuchar:

Ves, mujer, Dios no nos abandona. Siempre manda gente buena cuando más falta hace.

Y, por primera vez en meses, en aquel hogar volvió a respirarse esperanza.

En cuanto al hombre de traje, nadie supo con certeza quién era. Unos decían que era abogado, otros que un empresario de la capital. Pero para todos en el mercado, siempre sería «el forastero que hizo justicia».

Y así, en un día cualquiera, la vida de una anciana humilde cambió. Más allá del dinero, ganó el respeto de su comunidad y la certeza de que no estaba sola. Su historia, contada una y otra vez, inspiró a otros a no callarse ante el mal.

Rate article
MagistrUm
El hombre de traje se detuvo junto al puesto del mercado.