Quiero el divorcio”, susurró ella mientras apartaba la mirada.

Quiero el divorcio susurró ella, apartando la mirada.

Era una fría noche en Madrid cuando Laura pronunció en voz baja esas palabras, evitando encontrarse con los ojos de su marido, Javier. El rostro de él palideció al instante, como si una sombra repentina lo hubiera envuelto.

Te dejo con la mujer que realmente amas añadió Laura, comprendiendo que la mujer más importante en la vida de Javier siempre había sido su madre. No quiero seguir siendo la segunda opción.

Sentía un nudo en la garganta, y los ojos, traicioneros, se le llenaron de lágrimas. El dolor y los años de decepción brotaron de su interior, apretándole el estómago con fuerza.

¿De qué estás hablando? ¿Qué otra mujer? preguntó Javier, desconcertado, clavando en ella una mirada incrédula.

Hemos hablado de esto muchas veces. Desde nuestra boda, tu madre nos ha absorbido económicamente, emocionalmente y en tiempo. Y tú lo aceptas todo porque “su cocido es más sabroso y sus tortillas más esponjosas”. No puedo seguir así estalló Laura.

Las lágrimas rodaban sin cesar por sus mejillas enrojecidas. Lamentaba los sueños que una vez tuvo tan claros: un prometedor compromiso, una carrera respetada, la vida en el centro de Madrid… pero todo se había convertido en una lucha constante por su propia felicidad.

Cinco años atrás, Laura había entrado con timidez en el amplio salón del piso de Javier. Los muebles, la vajilla, la decoración todo le parecía caro y frágil a una chica que había vivido en pisos compartidos y, más tarde, en una residencia universitaria.

¿Cómo he tenido tanta suerte de encontrar a un hombre con piso propio? había dicho con ironía, apoyando las manos en los hombros de Javier.

Espera a que empiece a dejar calcetines por todas partes entonces dime cuánto te impresiono.

Laura se mudó con él poco después de conocerse. Fue un romance que floreció con rapidez, como si el destino les empujara a estar juntos.

Por aquel entonces, ella estaba en su último año de Periodismo en la Universidad Complutense, mientras que Javier, cinco años mayor, trabajaba como jefe de ventas con un sueldo más que decente.

Un año después de mudarse, se casaron.

Pronto podremos convertir la habitación de invitados en un cuarto para el bebé había comentado Laura una vez, abrazando a su marido, insinuando que estaba lista para ser madre.

Pero un mes después llegó la inesperada novedad: la madre de Javier, Doña Carmen, apareció en la puerta del piso con dos maletas. Tenía una excelente relación con su hijo al menos desde su punto de vista.

Su crianza, marcada por un constante sentimiento de culpa y las exigencias de una luchadora solitaria, había moldeado a un hombre que creía estar en deuda con ella. Estaba orgullosa de que su hijo hubiera triunfado en la vida, y estaba convencida de que era mérito suyo.

Cada mes, Javier destinaba parte de su salario a pagar lo que consideraba “deudas” de infancia: la hipoteca, el coche, incluso gastos de su niñez. Laura lo observaba desde la distancia, sin querer entrometerse en la relación entre madre e hijo, aunque ocasionalmente lo mencionaba con delicadeza.

¿Dónde habéis invertido el dinero de la venta de la casa? preguntó Laura sirviendo té, intentando abordar el tema con tacto.

Doña Carmen venía de un pueblo cercano a Toledo, donde había heredado una modesta casa con jardín. Año tras año, Javier le ofrecía ayuda para buscar un piso en la ciudad, pero ella siempre se negaba. De pronto, vendió su casa: rápido y por un precio bajo.

Parte lo guardé para mis futuras vacaciones, parte lo invertí en mi nuevo negocio.

Doña Carmen, a pesar de las dificultades de su juventud, seguía siendo ambiciosa y activa pero también dominante y exigente. Con personas así había que andarse con cuidado, pues eran capaces de morderte la mano si les ofrecías un dedo.

Recientemente, había descubierto en Internet una empresa de venta de cosméticos online. Para “colaborar” con ellos, debía comprar mensualmente una gran cantidad de productos. En ese “negocio” había invertido el dinero de la venta de su casa.

He decidido que no habrá problema si me quedo a vivir aquí dijo con seguridad mientras revolvía una cucharada de miel en su té.

¡Claro, nos encanta recibir visitas! Laura intentó dejar claro que sería algo temporal. Espero que pronto encontremos un sitio mejor para ti. Le preguntaré a una amiga, es agente inmobiliaria y seguro que hallará algo en un barrio agradable.

No hace falta. Dos pisos son demasiado. Mejor ahorramos conmigo aquí, no es ningún problema replicó Doña Carmen, presentándose como víctima de las circunstancias.

Laura miró a Javier, esperando su apoyo. No tenía nada contra su suegra, pero compartir el territorio indefinidamente era complicado. Sin embargo, él solo encogió los hombros y dijo: Como tú digas.

Siempre respaldaba las ideas de su madre, por absurdas que fueran, convencido de que no tenía derecho a cuestionar sus decisiones.

Y decisiones no le faltaban: macramé, fabricación de velas, jabones artesanales, álbumes de fotos Doña Carmen buscaba sin cesar una fuente de ingresos, y la encontró en Javier, quien pagaba materiales, equipos y hasta sus gastos diarios. Desde que su hijo ascendió en el trabajo, ella no había vuelto a trabajar ni un solo día.

La convicción infantil de Javier de que debía agradecer a su madre por su vida y su infancia suprimía su voluntad, manifestándose no solo en ayuda económica desmedida, sino en una sumisión absoluta.

Era sorprendente cómo un hombre adulto e independiente podía caer tan fácilmente en sus manipulaciones, reaccionando como un niño pequeño.

Al final, la habitación de invitados nunca se convirtió en un cuarto infantil, y en tres años, poco cambió. Laura ya trabajaba en una editorial, publicando artículos y análisis en la sección “Familia y Relaciones”. Mientras analizaba historias alegres y tristes desde una perspectiva psicológica, en su propia vida no lograba encontrar claridad.

Su opinión no contaba. Había quedado relegada al fondo de su familia, donde Doña Carmen manejaba el timón con mano firme.

Laura entendía los motivos: un hijo único de madre soltera que se casa con una mujer que podría “robarle” su tiempo y dinero era una amenaza que solo podía combatirse con control absoluto. En el caso de su suegra, ese control venía mezclado con un sentido de superioridad y la creencia de que su hijo le debía todo.

Estos problemas solo podían resolverse si Doña Carmen los reconocía, pero Javier parecía ciego ante la situación.

Todos los productos de limpieza del piso habían sido reemplazados por los de la empresa de cosméticos, y Laura ya no soportaba ver tantas botellas y frascos. El “negocio” de Doña Carmen no daba beneficios, y Laura lo veía como un capricho financiado por Javier y un pasatiempo sin futuro para su suegra.

Lo había mencionado varias veces, pero siempre escuchaba lo mismo: Mamá sabe lo que hace, decía Javier. Hay que tener paciencia. Los árboles no crecen en un día, replicaba Doña Carmen. Pero ese árbol llevaba tres años sin dar frutos, mientras los gastos no paraban de crecer.

Cuando Doña Carmen sugirió que “Laura también debería invertir en el negocio familiar”, esta empezó a considerar medidas drásticas.

La gota que colmó el vaso fue una conversación que nunca debió ocurrir.

La víspera de Nochevieja, por fin, habían salido solos, como en sus primeros tiempos. Después de patinar sobre hielo, se sentaron en una cafetería. Con las mejillas sonrosadas y rebosante de felicidad, Laura irradiaba tanto amor que cualquiera podía

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Quiero el divorcio”, susurró ella mientras apartaba la mirada.