Descubrí a un niño ciego de tres años abandonado bajo un puente — Nadie lo quería, así que decidí ser su madre.

Había descubierto a un niño ciego de tres años abandonado bajo un puente. Nadie lo quería, así que decidí ser su madre.

“Hay alguien ahí”, murmuró Lucía suavemente, dirigiendo el débil haz de su linterna bajo el puente.

El frío se colaba en sus huesos y el barro del otoño se pegaba a las suelas de sus zapatos, haciendo cada paso más difícil. Tras doce agotadoras horas en el ambulatorio, sus piernas pesaban como plomo, pero un sonido leveun sollozo en la oscuridadborró todo lo demás de su mente.

Bajó con cuidado la pendiente resbaladiza, agarrándose a las piedras mojadas para no caer. La luz iluminó una pequeña figura acurrucada contra un pilar de hormigón. Descalzo, con solo una camisa fina y empapada, el cuerpo del niño estaba cubierto de suciedad.

“Dios mío” Lucía se abalanzó hacia él.

El niño no reaccionó a la luz. Sus ojosopacos y sin vidaparecían mirar a través de ella. Movió la mano frente a su rostro, pero sus pupilas no respondieron.

“Es ciego”, susurró, con el corazón encogido.

Lucía se quitó la chaqueta, lo envolvió con cuidado y lo apretó contra su pecho. Su cuerpo estaba frío como el hielo.

El guardia civil, Javier Méndez, llegó una hora después. Inspeccionó el lugar, tomó notas en su cuaderno y luego negó con la cabeza.

“Probablemente lo abandonaron aquí. Alguien lo trajo al bosque y lo dejó. Hay muchos casos así últimamente. Eres joven, chica. Mañana lo llevaremos al orfanato del distrito.”

“No”, respondió Lucía con firmeza, abrazando al niño más fuerte. “No lo abandonaré. Me lo llevo conmigo.”

En casa, llenó una palangana con agua caliente y limpió con cuidado la suciedad del camino. Lo envolvió en una sábana de floresla misma que su madre guardaba “por si acaso”. El niño apenas comía, no decía una palabra, pero cuando Lucía lo acostó a su lado, de pronto agarró su dedo con sus manitas y no lo soltó en toda la noche.

Por la mañana, su madre apareció en la puerta. Al ver al niño dormido, frunció el ceño.

“¿Te das cuenta de lo que has hecho?”, susurró, para no despertarlo. “¡Eres una chica joven! Veinte años, sin marido, sin medios para mantenerlo.”

“Mamá”, la interrumpió Lucía con suavidad pero firmeza. “Es mi decisión. Y no la cambiaré.”

“Ay, Lucía” suspiró su madre. “¿Y si sus padres regresan?”

“¿Después de algo así?” Lucía negó con la cabeza. “Que lo intenten.”

Su madre se fue dando un portazo. Pero esa noche, su padre, sin decir una palabra, dejó un caballito de madera en el quicio de la puertaun juguete que había tallado él mismo. Y dijo en voz baja:

“Mañana traeré patatas. Y algo de leche.”

Era su manera de decir: estoy contigo.

Los primeros días fueron los más duros. El niño permaneció en silencio, apenas comía, se sobresaltaba con cada ruido. Pero al cabo de una semana, aprendió a encontrar su mano en la oscuridad, y cuando Lucía le cantó una nana, una sonrisa asomó en su rostro.

“Te llamarás Mateo”, decidió un día después de bañarlo y peinarlo. “¿Qué te parece? Mateo”

El niño no respondió, pero extendió la mano hacia ella, acercándose.

Los rumores se extendieron rápido por el pueblo. Unos tenían lástima, otros la criticaban, y algunos simplemente se sorprendían. Pero Lucía no les hizo caso. Su mundo giraba ahora en torno a una personitaa quien había prometido calor, hogar y amor. Y por eso, estaba dispuesta a todo.

Pasó un mes. Mateo empezó a sonreír al oír sus pasos. Aprendió a sostener una cuchara, y cuando Lucía tendía la ropa, intentaba ayudarbuscando las pinzas en el cesto y entregándoselas.

Una mañana, como siempre, se sentó junto a su cama. De pronto, el niño alargó la mano, le acarició la mejilla y dijo con claridad:

“Mamá.”

Lucía se quedó inmóvil. Su corazón se detuvo, luego latió tan fuerte que le faltó el aire. Tomó sus manitas entre las suyas y susurró:

“Sí, cariño. Estoy aquí. Y siempre estaré a tu lado.”

Esa noche apenas durmiósentada junto a su cama, acariciando su cabeza, escuchando su respiración. Por la mañana, su padre apareció en la puerta.

“Conozco a alguien en el ayuntamiento”, dijo, sosteniendo una gorra entre sus manos. “Tramitaremos la tutela. No te preocupes.”

Entonces, Lucía lloró por finno de tristeza, sino de una felicidad tan grande que le llenaba el corazón.

Un rayo de sol rozó la mejilla de Mateo. No parpadeó, pero sonrióal oír a alguien entrar en la habitación.

“Mamá, has venido”, dijo con seguridad, estirando los brazos hacia su voz.

Cuatro años pasaron. Mateo tenía siete, Lucía veinticuatro. El niño se había adaptado bien: conocía cada rincón de la casa, cada escalón, cada tabla que crujía. Se movía con facilidad, como si sintiera el espaciosin vista, pero con una visión interior.

“Luna está en el porche”, dijo un día, sirviéndose agua de la jarra. “Sus pasos son como el susurro de la hierba.”

La gata roja era su compañera fiel. Parecía entender que Mateo era especial y nunca se apartaba cuando él buscaba su pata.

“Bien hecho”, Lucía le besó la frente. “Hoy viene alguien que te ayudará aún más.”

Esa persona era Antonio Serranorecién llegado a casa de su tía. Un hombre delgado, con canas en las sienes, cargado de libros viejos y apuntes que guardaba desde siempre. El pueblo lo llamaba “el excéntrico de la ciudad”, pero Lucía vio en él la bondad que Mateo necesitaba.

“Buenas tardes”, dijo Antonio al entrar.

Mateo, normalmente receloso con los desconocidos, extendió la mano de pronto: “Hola. Tu voz es como miel.”

El maestro se agachó para mirarlo.

“Tienes oído de músico”, respondió, sacando un libro en braille de su bolso. “Esto es para ti.”

Mateo pasó los dedos por las primeras líneasy sonrió por primera vez de oreja a oreja:

“¿Son letras? ¡Puedo sentirlas!”

Desde entonces, Antonio visitaba cada día. Le enseñó a leer con los dedos, a escribir sus pensamientos, a escuchar el mundo no con los ojos, sino con todo su ser. A oír el viento, distinguir olores y percibir emociones en las voces.

“Oye las palabras como otros oyen la música”, le dijo a Lucía cuando el niño, cansado de las lecciones, ya dormía. “Su oído es de poeta.”

Mateo hablaba a menudo de sus sueños:

“En mis sueños, veo sonidos. Los rojos son fuertes, los azules suaves, como mamá cuando piensa por la noche. Los verdesson cuando Luna está cerca.”

Le encantaba sentarse junto a la chimenea, escuchando crepitar la leña:

“La chimenea habla cuando tiene calor. Si está fría, se calla.”

A veces, sacaba conclusiones sorprendentes:

“Hoy eres color naranja. Cálida. Y el abuelo ayer era gris azuladoeso significa que estaba triste.”

La vida seguía su curso. La huerta daba alimentos, sus padres ayudaban, y los domingos, Lucía hacía un pastel que Mateo

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Descubrí a un niño ciego de tres años abandonado bajo un puente — Nadie lo quería, así que decidí ser su madre.