El día en que me di cuenta de que había vivido con un monstruo

El día en que descubrí que vivía con un monstruo

Durante once años, creí que tenía una familia. Una esposa, dos hijos, una casa en Madrid, una vida que, desde fuera, parecía perfectamente normal. Cenábamos juntos, hacíamos las tareas del día a día, asistíamos a los eventos escolares de los niños. Una rutina impecable.

Pero, en lo más profundo de mi alma, sabía que algo no encajaba.

En algún momento, mi esposa, Lucía, y yo dejamos de ser una pareja. No éramos compañeros, ni amantes. Ni siquiera enemigos. Éramos solo dos extraños compartiendo el mismo techo, unidos únicamente por las obligaciones cotidianas. No discutíamos, pero tampoco hablábamos. Nuestras conversaciones se volvieron mecánicas: facturas, la compra en el Mercadona, las citas del pediatra.

Y me acostumbré. Porque era cómodo.

Hasta que la conocí a ella.

Una mujer distinta. Cálida, vibrante, llena de vida. Una mujer que me miraba como si fuera el único hombre en el mundo. Intenté engañarme, decirme que era solo un capricho pasajero, un flechazo sin importancia.

Pero el fuego dentro de mí no se apagó.

En poco tiempo, ella se convirtió en mi refugio, mi escape de una vida que me ahogaba. Nos escondíamos, robábamos minutos juntos. Y por primera vez en años, me sentí vivo.

Pero los secretos no permanecen ocultos para siempre. Una noche, después de hacer el amor, me miró fijamente y me dijo:

No quiero seguir escondida. O estamos juntos de verdad, o lo dejamos aquí.

Sus palabras resonaron en mi cabeza durante días. Sabía que no podía seguir retrasando lo inevitable.

La conversación que destrozó mi vida
Esa misma noche, después de acostar a los niños, entré en la cocina y me senté a la mesa. Lucía estaba allí, con el móvil en la mano, ajena a mí.

Me aclaré la garganta y dije:

Tenemos que hablar.

A ella se le escapó un suspiro y alzó la mirada, aburrida.

No puedo seguir así dije. Ya no te quiero. Hace mucho que no te quiero. Quiero empezar de nuevo. Pero siempre estaré ahí para los niños.

Esperé gritos, lágrimas, reproches.

Pero lo que hizo fue mucho peor.

No dijo nada. Se levantó lentamente, fue al armario del recibidor y sacó dos bolsas grandes.

Luego las arrojó delante de mí.

Cógelas dijo con una voz helada.

Parpadeé, confundido.

No necesito tantas cosas. Con una mochila me basta.

Entonces sonrió. Pero no era una sonrisa triste, ni de ira. Era una sonrisa extraña, calculada, llena de una satisfacción que no entendía.

¿Dijiste que te harías cargo de los niños, no? susurró. Entonces les haré también las maletas. A partir de ahora, vosotros sois la familia.

Sentí que me faltaba el aire.

¿Qué qué dices?

Se apoyó en el marco de la puerta, cruzó los brazos y me estudió como si esperara verme desmoronarme.

Estoy harta de esta vida. Fui una buena esposa. He sacrificado suficiente. Ahora me toca a mí. Encontraré a alguien más. Y sin niños, será mucho más fácil.

Me quedé petrificado.

Estás de broma dije en voz baja.

Ella soltó una risa cortante.

¿Creías que no lo sabía? ¿Que no me di cuenta de que llegabas más tarde, de que ya no me mirabas? Lo sabía. Siempre lo supe. Solo esperaba el momento perfecto.

Sacó el móvil, escribió un mensaje rápido y volvió a sonreír. Pero no a mí.

En ese momento, lo entendí.

Yo creía que era el que tomaba las decisiones. Pero ella ya había decidido por los dos. Yo jugaba al ajedrez, pero ella ya había movido la reina y me dejó sin opciones.

Cautivo en una pesadilla de la que no puedo despertar
Y ahora estoy aquí.

Una mujer me pide que elija. Otra ya ha elegido por mí.

¿Cojo a los niños y llamo a la puerta de mi amante, esperando que no me rechace? ¿O me quedo en esta casa que ya no es mía, con la mujer que acaba de mostrarme su lado más oscuro?

No sé cuál es la respuesta correcta.

Quizá no la haya.

Pero de una cosa estoy seguro.

Durante once años, creí conocer a mi esposa.

Esta noche, he descubierto que vivía con un monstruo.

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El día en que me di cuenta de que había vivido con un monstruo