Mi hijo se ha convertido en un auténtico desastre, y su novia es su fiel reflejo. Estoy harta de vivir en este caos.
Nunca pensé que lo diría en voz alta, pero ya no puedo más. Basta de platos sucios, del suelo que no ve una escoba desde semanas, de ese olor a comida pasada y de sentir que vivo con unos compañeros de piso guarros en lugar de en mi propia casa. Y todo por culpa de mi propio hijo y su “amor”, que llevan dos meses viviendo aquí como si estuvieran de vacaciones.
Luis tiene veinte años. Estudia un grado a distancia, acaba de terminar el servicio militar y encontró trabajo enseguida. En teoría, un adulto responsableautónomo, que colabora con los gastos, no se queda tirado sin hacer nada. Estaba orgullosa de él. Hasta aquella conversación.
“Mamá”, me dijo un día, “para Lucía es difícil en su casa. Sus padres se pelean, tiran cosas, no puede ni estudiar en paz. ¿Puede quedarse aquí un tiempo, hasta que se calmen las cosas? No te daremos problemas.”
Me dio pena. La había visto antestímida, educada, con la mirada baja y la voz suave. ¿Cómo decir que no? Además, Luis tiene su habitación, hay espacio. Pero no me esperaba el “regalo” que esto se convertiría.
Las primeras semanas, hacían esfuerzos: platos recogidos, suelo barrido, nada de ruido. Hasta hicimos un horario de limpieza: sábados, ellos; miércoles, yo. Pensé que quizá habían madurado de verdad. Pero a las tres semanas, todo se vino abajo.
Platos con comida seca se acumulaban en el fregadero días enteros, pelos y envoltorios llenaban el suelo. ¿El baño? Manchas de champú, pelos en el desagüe, restos de jabón. Su habitación parecía una pocilga: ropa tirada, migas en la mesa, la cama sin hacer. Lucía va con una mascarilla puesta, el móvil en la mano, como si estuviera en un spa, no en mi casa.
Intenté hablar, pedir, recordarles. Siempre lo mismo: “No hemos tenido tiempo, lo haremos luego.” Pero “luego” nunca llegaba. Empecé a ponerles la fregona y los productos de limpieza directamente en las manossin reproches, en silencio. Ni así cambiaron. Una vez, derramaron salsa en el mantelno lo limpiaron. Se fueron. Y otra vez, fui yo la que lo recogió.
Cuando entré en su habitación y vi ese desastre, no pude callarme:
“¿No os molesta vivir así?”
Luis, sin pestañear, me contestó:
“Los genios dominan el caos.”
Pero yo no veo genios en este caos. Solo dos adultos que les viene bien vivir como cerdos y que su madre les sirva.
Luis prometió colaborarcompras, gastos. En realidad, solo paga las facturas. Las compras, una vez a la semana, pero los pedidos de sushi, pizza y demás, casi a diario. Me ofrecen, pero no me consuelala nevera sigue vacía. Con ese dinero, podríamos alimentar a toda la familia.
Lucía no trabaja, está estudiando. Tiene una beca, pero no ha puesto ni un euro en la comida o la limpieza. Todo se lo gasta en tonterías. Cuando sugerí revisar los gastos, aunque fuera un poco de ayuda, se ofendió y encogió los hombros.
Crié a Luis sola. Su padre se fue antes de que naciera. Mis padres me ayudaron, trabajé el doble, ahorré, hice todo por él. Nunca le reproché nada. Y no quiero empezar ahora. Pero ver mi piso convertido en una pocilga, ya no puedo.
Intenté hablar tranquila. Una, dos, tres veces Ahora está claro: no van a cambiar. Creen que soy una vieja quejica, que debería estar contenta de que me aguanten bajo el mismo techo.
Dos meses aguanté. Pero ya basta. Les diré claro: o se espabilan, o se van a una residencia de estudiantes. Allí, quizá entiendan lo que es respetar el trabajo ajeno y el espacio de los demás.
Porque estoy harta de ser su asistenta. Quiero vivir en paz, sin estrés, sin platos sucios hasta el techo y sin calcetines tirados en la cocina.
¿Y tú? ¿Qué harías? ¿Me arriesgo a pelear con mi hijo? ¿O sigo cerrando los ojos ante este desastre, en un piso que levanté con mis propias manos?







