Temporada de Confianza: La Clave para las Relaciones Auténticas

**La Temporada de la Confianza**

A principios de mayo, cuando la hierba ya estaba verde y jugosa, y por las mañanas el rocío aún empañaba los cristales de la terraza, Olga e Igor se plantearon en serio alquilar su casa de campo sin intermediarios. La idea maduró durante semanas: amigos les hablaron de comisiones abusivas y en foros había quejas sobre agentes inmobiliarios. Pero lo más importante era otro motivo: querían decidir ellos mismos a quién confiar la casa donde habían pasado los últimos quince veranos.

Una casa de campo no son solo metros cuadrados dijo Igor, podando con cuidado las ramas secas de las frambuesas mientras miraba a su mujer. Queremos que la traten con respeto, no como un hotel.

Olga, secándose las manos en un trapo en la entrada, asintió. Este año se quedarían más tiempo en la ciudad: su hija empezaba una etapa importante en los estudios y Olga quería ayudarla. La casa estaría vacía casi todo el verano, y los gastos no desaparecerían. La solución parecía obvia.

Por la noche, después de cenar, recorrieron la casa con nuevos ojos. Guardaron libros y fotos familiares en cajas, dejaron sábanas limpias y plegadas, y en la cocina, Olga dejó solo lo imprescindible.

Vamos a documentarlo todo propuso Igor, sacando el móvil. Fotografiaron las habitaciones, los muebles del jardín, incluso la vieja bicicleta junto al cobertizo. Olga apuntó cada detalle: cuántas cacerolas, qué mantas había en las camas, dónde estaban las llaves de repuesto.

Al día siguiente, con la primera lluvia de mayo empapando el suelo, publicaron el anuncio en internet. Las fotos mostraban la luz entrando por las ventanas, los tomates creciendo en el invernadero y los dientes de león floreciendo junto al camino.

La espera de respuestas fue nerviosa pero emocionante, como antes de que lleguen invitados. Las llamadas no tardaron: algunos preguntaban por el Wi-Fi o si aceptaban mascotas. Olga respondía con honestidad y detalle; ella también había buscado alquileres y sabía lo que valían los pequeños gestos.

Los primeros inquilinos llegaron a finales de mayo. Una pareja joven con un niño de siete años y un perro mediano aseguraron que era «tranquilo». Firmaron un contrato informal con datos personales y condiciones de pago. Olga se sentía algo insegura, pero para el verano bastaba.

Los primeros días fueron tranquilos. Olga visitaba la casa cada semana para regar los tomates y llevaba toallas frescas o pan recién hecho. Los inquilinos eran amables: el niño la saludaba desde la ventana y el perro la recibía en la verja.

Pero a las tres semanas empezaron los retrasos en el pago. Primero fue un olvido, luego un error bancario, después excusas sobre gastos imprevistos.

¿Para qué necesitamos estos problemas? murmuró Igor, revisando los mensajes en el móvil mientras el sol se ponía tras los manzanos.

Olga intentó ser comprensiva: recordaba los pagos con tacto y ofrecía plazos. Pero cada conversación dejaba un regusto amargo.

A mediados de junio quedó claro que los inquilinos se irían antes de tiempo y sin pagar todo. Cuando se marcharon, la casa olía a tabaco (a pesar de pedirles que no fumaran dentro), había basura bajo la terraza y manchas de pintura en la mesa de la cocina.

Y eso que el perro era «tranquilo» Igor observó los arañazos en la puerta de la despensa.

Pasaron casi todo el día limpiando: lavando platos, recogiendo basura, llevando toallas sucias a la lavandería. Las fresas junto a la valla ya estaban maduras; Olga cogió un puñado directamente de la planta, dulces y tibias por la lluvia.

Después de eso, debatieron si seguir. ¿Tal vez era mejor acudir a una agencia? Pero la idea de que un extraño gestionara su casa o cobrara comisión por pasar unas llaves les parecía injusta.

A mediados del verano lo intentaron de nuevo, esta vez con más cuidado: pidieron anticipo, explicaron las normas con detalle y eligieron mejor a los inquilinos.

Pero la nueva experiencia fue igual de frustrante: una familia llegó un sábado por la noche e invitó a amigos «un par de días». En realidad, el ruido y las barbacoas duraron casi toda la semana.

Olga llamó varias veces pidiendo silencio después de las once. Igor fue a revisar y encontró botellas vacías bajo las lilas.

Cuando se marcharon, la casa parecía agotada: el sofá manchado, bolsas de basura junto al cobertizo y colillas bajo el manzano.

¿Cuánto más vamos a aguantar esto? refunfuñó Igor, recogiendo restos de barbacoa.

Olga sentía una decepción creciente. ¿Era culpa suya? ¿Deberían haber sido más estrictos?

En agosto llegó otra solicitud: una pareja sin niños quería alquilar la casa solo una semana. Olga, precavida, insistió en fotos del estado inicial, un depósito y aclaró todas las normas por teléfono.

Los inquilinos aceptaron sin problemas. Se encontraron en la verja un mediodía abrasador, el aire temblando sobre el camino y el zumbido de los insectos flotando en el ambiente.

Pero al marcharse, descubrieron que habían estropeado el microondas (calentaron aluminio) y se negaron a pagar.

¡Casi no rompimos nada! ¡Fue un accidente! se defendió la mujer.

Olga, por primera vez en todo el verano, sintió rabia, pero contuvo las palabras duras.

Intentemos solucionarlo tranquilamente. Entendemos que pueden pasar cosas, pero hay que compensar los daños.

Tras discutirlo, llegaron a un acuerdo: los inquilinos dejaron parte del depósito y se fueron sin más problemas.

Cuando la verja se cerró y solo quedó el calor y el zumbido de los abejorros, Olga e Igor sintieron un alivio mezclado con cansancio.

Sabían que no podían seguir así.

Esa misma noche, con el calor persistente y las sombras de los manzanos alargándose por el jardín, se sentaron en la terraza con un cuaderno. El aire olía a hierba y a manzanas las reinetas ya pesaban en las ramas. Olga repasó las fotos del último alquiler y marcó con ticks lo que necesitaba arreglo.

Hagamos una lista detallada dijo sin levantar la vista. Que todo el mundo sepa cómo dejar las cosas: vajilla, electrodomésticos, ropa, basura

Igor asintió. Estaban hartos, pero era la única solución. Escribieron que las fotos se harían junto a los inquilinos al entrar y salir, añadieron cláusulas sobre el depósito y cómo usar los electrodomésticos.

Discutieron cada palabra para que no sonara hostil, sino acogedor, pero claro. Olga insistió en incluir un teléfono de contacto por si surgía algún problema.

Al caer la noche, cuando el fresco llegó a la terraza y el mantel se humedeció de rocío, ya no discutían. Pasaron la lista a limpio y luego a una hoja de cálculo. Organizaron las fotos en carpetas: antes, después, entrega, devolución. Se sintieron más ligeros, como si hubieran limpiado algo más que la cocina.

La prueba llegó pronto. A principios de agosto, una mujer llamó, preguntó por las normas y escuchó atenta lo de las fotos y el depósito. Llegó con su marido y una hija adolescente. La familia parecía tranquila: preguntaron dónde guardar las herramientas, si podían usar la bicicleta y cuándo regar las flores.

Nos gustaría quedarnos dos semanas dijo la mujer, firmando el contrato sin dudar.

Juntos revisaron la casa, anotaron el estado de los muebles y los electrodomésticos. Olga les enseñó

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