El pequeño gato gris estaba sentado frente a la puerta de la clínica veterinaria. Lloraba, y junto a sus patas yacía un diminuto gatito…
Una mujer paseaba tranquilamente por la calle, llevando a un perrito con correa. Era un luminoso día de otoño: el aire resonaba limpio, las hojas amarillas y púrpuras danzaban en remolinos, como si bailaran al compás de una melodía invisible. El ambiente era ligero y alegre. Pero de repente…
De repente, algo captó su atención, imposible de ignorar: frente a la entrada de la clínica, sentado, estaba el gato gris. Maullaba con quejumbrosa insistencia, y a sus pies yacía el pequeño gatito. De vez en cuando, el felino saltaba y corría hacia los transeúntes, como suplicando ayuda. Gritaba, rogaba, exigía, pero la gente solo apresuraba el paso.
Todos iban ensimismados en sus asuntos, sin fijarse o fingiendo no ver a aquella criatura diminuta y casi sin aliento sobre el asfalto. ¡Cuántas veces es así: es mucho más fácil pasar de largo ante el dolor ajeno! Pero la mujer se detuvo.
Se agachó y levantó con cuidado al gatito. Estaba tan delgado que se le marcaban las costillas. Apenas respiraba. Un solo pensamiento cruzó su mente: “¿Qué hago? ¿Adónde voy?” Entonces, la gata madre se acercó y, mirándola fijamente a los ojos, maulló suavemente pero con firmeza: “Ayuda… sálvalo…”
En la puerta colgaba un cartel:
*”Día 28: cerrado. Descanso.”*
La mujer se sintió perdida. ¿Taxi? ¿Dinero? ¿Adónde ir? Pero, siguiendo su instinto, empujó la puerta. Y de pronto milagro se abrió.
Al fondo del pasillo, un hombre alto y canoso, vestido con una bata blanca gastada, la observaba.
¡Por favor! rogó la mujer. ¡Ayúdenos! No tengo dinero, pero luego se lo traeré. ¡Se va a morir…! y extendió el frágil cuerpo.
El veterinario tomó al gatito con cuidado y lo llevó rápidamente al quirófano. La mujer y la gata madre se quedaron en el pasillo, temblando de nervios. Al cabo de unos minutos, la mujer notó algo extraño: bajo la bata del hombre, entre sus hombros, se intuían unas protuberancias. *”Dios mío, pobre hombre, tiene joroba”*, pensó.
¿Lo cree? se volvió él de repente, mirándola fijamente. Luego volvió a ocuparse del pequeño.
Pasaron unas horas. La respiración del gatito se estabilizó.
Ya ve dijo el veterinario. Vivirá. Pero necesita cuidados, medicinas, calor. No puede volver a la calle… y clavó los ojos en la mujer. La gata madre también la miró con intensidad.
¡Qué dice! se indignó ella. Por supuesto que me lo llevo a casa. A la madre también. Con *Pelusín* asintió hacia el perro que esperaba tranquilo a su lado, los acogeremos en nuestra familia.
El veterinario sonrió:
Entonces le daré todo lo necesario. No hace falta dinero. Considérelo pagado.
La mujer se sorprendió al oír *”señorita”* hacía años que nadie la llamaba así, pero no tuvo tiempo de pensarlo. Recogió las medicinas, al gatito y emprendió el camino a casa, acompañada por su fiel perro y la gata.
Pasó un mes. La mujer reunió valor y decidió llamar a la clínica para agradecer al veterinario.
Sí, dígame, Dr. Herrera contestó una voz joven y alegre al otro lado.
Contó la historia del gatito rescatado y le dio las gracias. Pero el veterinario parecía confundido. Tras unos minutos de búsqueda en el ordenador, respondió:
Perdone, pero no la recuerdo. Además, el día 28 estaba de descanso. Estaba con mi familia fuera de la ciudad. Quizá se equivoca, pero no importa. Lo esencial es que el gatito vive y tiene un hogar.
La mujer, desconcertada, se dejó caer en una silla. En ese momento, el gatito gris ya fuerte y convertido en el mimado de la casa saltó a su regazo. Cerca, en el suelo, la gata madre la observaba con atención.
Y entonces, apareció Él. La vieja bata ya no ocultaba sus alas blancas. El Ángel sonrió.
Tú misma lo salvaste le dijo. Yo solo ayudé un poco.
La gata lo miró y comenzó a ronronear suavemente.
No suelo ayudar a los humanos dijo él, como disculpándose. Pero vosotras, gatas, sois tan insistentes… Bueno, romperé las reglas una última vez.
Guiñó un ojo a la gata y se disolvió en el aire. En ese instante, sonó el timbre.
En la puerta había un hombre desaliñado, con un mono de trabajo y una caja de herramientas.
¿Me llamaron? Soy el fontanero… ¿Gotea el grifo?
No, no la llamé sonrió la mujer. Pero ya que está aquí, arregle también el del baño. Se lo pagaré.
Otra vez me confundí… murmuró, entrando incómodo. Se arrodilló y empezó a sacar sus herramientas.
Ella, en silencio, trajo un cojín grueso y lo colocó bajo sus rodillas.
Gracias dijo el fontanero en voz baja, y de pronto sonrió. Su rostro cansado, con rastro de barba, se transformó: algo conmovedor, casi infantil, brilló en sus ojos. Ella sintió un pinchazo en el corazón. De pronto, le dio pena aquel hombre, tan solitario y perdido.
¿No le gustaría…? Bueno, ¿quiere que le caliente un poco de cocido? También hay croquetas de pollo… dijo, sin saber de dónde salían esas palabras.
Croquetas… suspiró él. Dios, hace siglos que no como unas… La miró, con una sonrisa tímida pero llena de esperanza.
¡Pues espere! se ruborizó ella, y corrió a la cocina, emocionada, como si aquello fuera lo más importante del mundo.
Mientras, el fontanero, aunque intentaba concentrarse, no podía evitar distraerse con los aromas que salían de la cocina. La casa se llenó del olor a carne y cocido recién hecho. Para hacer más ameno el trabajo, encendió una vieja radio, y las notas familiares de *Las cuatro estaciones* de Vivaldi resonaron en la sala.
La mujer se quedó paralizada en la puerta.
Esto es imposible… murmuró.
Pero estaba ocurriendo. Y ahora mismo.
Pasó un mes. En la plaza mayor de la ciudad, una pareja paseaba: la mujer y aquel antiguo fontanero, ahora impecable con traje nuevo. En sus ojos brillaba una paz profunda, esa tranquilidad que todos anhelamos.
No lejos, el Ángel estaba sentado junto a la gata madre, refunfuñando:
Vosotras, gatas, sois insoportables. Nada os basta. Haga lo que haga, nunca está bien. ¿Qué más queréis ahora?
La gata caminaba de un lado a otro, sin apartar la mirada de él.
¡Ni se te ocurra suplicar! se quejó el Ángel. Ya he roto todas las reglas. No lo haré más.
De pronto, calló, la miró a los ojos y susurró:
Vale. Que sea como quieras. Que Dios os bendiga.
Junto al quiosco de lotería, un mendigo estaba sentado. Parecía absorto en sus pensamientos. Pero cuando la pareja se ac







