Cuando mi suegra se enteró de que íbamos a comprar un piso, llamó a su hijo para hablar. Lo que pasó después me dejó boquiabierta.

**Diario Personal**

Cuando la madre de mi marido se enteró de que queríamos comprar un piso, llamó a su hijo para hablar. Lo que pasó después me dejó helada.

Mi marido y yo llevábamos años ahorrando para nuestra casa. Yo trabajaba en una empresa internacional y ganaba el doble que él, pero en nuestra familia todo era equitativo: presupuesto compartido, metas comunes. El sueño de tener nuestro hogar nos unía, y parecía que nada podía romperlo. Hasta que su familia lo supo.

Mi marido tenía cuatro hermanas. En esa casa, él no era solo el hermano, sino el pilar, el sostén, el que resolvía cada problema. Desde joven, ayudaba a todas: a veces pagando estudios, otras comprando un móvil, o simplemente prestando dinero hasta el próximo sueldo que nunca volvía. Yo lo veía, callaba, aguantaba. Entendía que eran familia, que había que ayudar. Hasta yo misma mandaba algo de dinero a mis padres de vez en cuando. Pero precisamente por esa “ayuda”, nuestro camino hacia el piso se alargó casi tres años.

Por fin, cuando reunimos el dinero suficiente, empezamos a buscar. Me encargué yo de casi todo; él estaba saturado de trabajo y llegaba tarde a casa. Incluso me alegraba de poder ocuparme, de elegir la mejor opción para los dos.

Un día, su madre nos invitó a una celebración: la hermana menor acababa el instituto. Fuimos, cenamos, y de repente, mi suegra inició la conversación:

“Seguro que mi niño pronto se mudará a su piso Así no tendré que andar yendo a visitarle”, dijo, sonriente.

Entonces, mi marido, orgulloso, anunció que ya estábamos buscando y que yo me ocupaba de todo.

Deberían haber visto cómo cambió su expresión en un instante. La sonrisa desapareció. Me midió con una mirada gélida y dijo, con tono cortante:

“Claro, eso está bien Pero, hijo, deberías haberme consultado. Yo he vivido más, sé lo que conviene. ¿De verdad le dejaste esa responsabilidad a tu mujer?”

La hermana mayor la secundó:

“Exacto. Tu mujer es una egoísta. Solo piensa en ella misma. Ni un euro nos ha dado. ¡Para ella el piso es más importante que la familia!”

Casi me atraganté de la indignación. Quise soltar todo lo que pensaba: si tanto necesitaban dinero, que se pusieran a trabajar. Pero me contuve. Seguí comiendo en silencio, sin entrar en sus absurdos. Estuve a punto de caerme de la silla. Un golpe así, en mitad de una cena, no me lo esperaba.

Entonces, mi suegra se levantó, agarró a su hijo del brazo y lo llevó a la cocina. “Tenemos que hablar”, soltó al pasar. En la mesa, la hermana mediana anunció de pronto:

“Mi hermano y yo viviremos en su piso nuevo. Tendremos nuestra propia habitación.”

La rabia me quemó tanto que noté cómo me ardían las mejillas. Sin poder contenerme, me levanté y salí al recibidor. No necesité recoger nada: nos fuimos en taxi.

Esa noche, en casa, intenté hablar con mi marido. Pero estaba como ausente. Se quedó callado, y al fin entendí que, desde aquel día, ya no era mi esposo solo el hijo de su madre.

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Cuando mi suegra se enteró de que íbamos a comprar un piso, llamó a su hijo para hablar. Lo que pasó después me dejó boquiabierta.