Aquí hay un asunto: pronto llegarán invitados y tú tienes que irte a algún lado.

Oye, te cuento una cosa Resulta que pronto iban a llegar invitados y les dijeron que tenían que irse.

Mira, es que vienen invitados y vosotros tenéis que salir un rato. Ya sabéis, con vosotros aquí no hay forma de celebrar nada dijo el hijo.

Hijo, ¿y adónde vamos a ir? No conocemos a nadie preguntó la madre.

Pues no sé, alguna vez os llamó aquella vecina del pueblo, ¿no? Pues id para allá.

Víctor y Marina ya se habían arrepentido mil veces de haberle hecho caso a su hijo y vender su casa. Allí, aunque les costara, era su hogar. Eran los dueños. ¿Y aquí? Tenían miedo hasta de salir de su habitación para no molestar a su nuera, Catalina. Todo le irritaba: cómo caminaban arrastrando las zapatillas, cómo tomaban el té, cómo comían.

La única persona en esa casa que los quería era su nieto, Adrián. Un chico guapo, buenísimo, que los adoraba. Y si su madre alzaba la voz delante de él, enseguida recibía una respuesta.

En cambio, su hijo, Javier, nunca los defendía, quizás por miedo a su esposa o porque simplemente le daba igual.

Adrián cenaba con ellos, pero casi nunca estaba en casa. Estaba haciendo prácticas y vivía en una residencia cerca del trabajo. Solo volvía los fines de semana.

Los abuelos esperaban su llegada como si fuera una fiesta. Y ahora, con el Año Nuevo a la vuelta de la esquina, Adrián apareció temprano para felicitarles.

Entró en su habitación y les trajo calcetines y guantes calentitos. Sabía que siempre tenían frío. A su abuelo le regaló unos guantes normales, y a su abuela, unos bordados.

Marina los apretó contra su cara y se echó a llorar.

Abuela, ¿qué pasa? ¿No te gustan?

Al contrario, cariño, son los mejores que he tenido nunca.

Lo abrazó y lo besó. Adrián, como hacía desde pequeño, le besó las manos. Siempre olían a algo: a manzanas, a masa de pan, pero sobre todo a amor y calor.

Bueno, mis viejitos, aguantad aquí sin mí tres días. Voy a descansar con los amigos y luego vuelvo.

Descansa, cielo dijo la abuela, nosotros te esperamos.

Adrián se despidió y se fue. Los ancianos volvieron a su habitación.

Una hora después, oyeron a Catalina gritándole a su marido:

¡Vienen invitados y aquí están los viejos! ¡Qué vergüenza! ¡Hay que sacarlos de aquí!

Javier intentó protestar, pero ella ni lo escuchó.

Los abuelos, como ratones, ni siquiera se atrevieron a ir a la cocina. Víctor sacó unas galletas de su escondite y compartió con Marina.

Se sentaron junto a la ventana, comiendo en silencio. En los ojos de Marina brillaba una lágrima. Qué dolor llegar a viejo y no ser nadie para nadie.

Al anochecer, entró Javier.

Mira, vienen invitados y tenéis que iros. Ya sabéis cómo es.

Hijo, ¿adónde vamos? No conocemos a nadie dijo Marina.

Pues no sé, id a casa de esa vecina del pueblo que os invitó alguna vez.

¿Y cómo vamos? A esta hora ya no hay autobuses, ni sabemos dónde está la estación.

Pues no sé, pero tenéis una hora para marcharos dijo Javier antes de salir.

Víctor y Marina se miraron, conteniendo las lágrimas. Se prepararon, agradeciendo los regalos de su nieto. Salieron a la calle, donde ya casi era de noche. La gente corría de un lado a otro.

Marina tomó del brazo a Víctor y caminaron lentamente hacia el parque. Entraron en un café pequeño y pidieron té y bocadillos, pues no habían comido en todo el día.

Pasaron casi una hora allí, sin ganas de salir. Afuera hacía frío, nevaba. En el parque había una glorieta y decidieron refugiarse allí.

Se sentaron juntos, apretados. Marina miraba sus guantes bordados. Víctor la miró y dijo:

Al menos nuestro nieto tiene buen corazón, a diferencia de sus padres.

Sí, le prometimos aguantar y no pudimos susurró ella.

El tiempo pasaba, la nieve no cesaba. En las ventanas brillaban luces de Navidad. La gente celebraba en sus casas. De pronto, un perro apareció junto a ellos.

Un precioso cocker spaniel. Se puso a aullar y subió las patitas a las rodillas de Marina. Ella sonrió y lo acarició.

Amigo, ¿qué haces aquí solo? ¿Te perdiste? preguntó.

De repente, una voz femenina se escuchó a lo lejos.

Lucas, ¡ven aquí! ¿Dónde estás? ¡Es hora de irse!

La chica siguió los ladridos hasta la glorieta. Al ver a los ancianos, preguntó:

Perdonad, ¿lleváis aquí mucho tiempo?

Sí, hija. Tu perro es muy bueno.

¿Por qué no vais a casa? Hace mucho frío y falta poco para la Nochevieja.

Los viejos callaron.

Perdonad, ¿no tenéis adónde ir?

Negaron con la cabeza.

Vaya No sé qué decir

Lucas no se separaba de la abuela, moviendo la cola.

Creo que deberíamos seguir hablando en otro sitio. Yo solo salí a pasear a Lucas y ya tengo frío. Y vosotros, seguro, también. Vamos, venid a mi casa.

No, niña, no hace falta Agu

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MagistrUm
Aquí hay un asunto: pronto llegarán invitados y tú tienes que irte a algún lado.