El relato de la abuela sobre dos almas unidas

El relato de la abuela sobre Arturo y Lina

Ay, niños míos, sentaos, que os voy a contar una historia que me contó mi compañera de habitación aquí, en la residencia de ancianos. A mí, ya sabéis, me trajeron aquí porque la familia no podía cuidarme, así que ahora lo único que hago es escuchar viejas historias y contároslas a vosotros. Pues bien, escuchad lo que le pasó a Arturo y a su prometida, Lina.

Vivía Arturo, un joven que, tras terminar la universidad, se quedó en la capital. Madrid, una ciudad bulliciosa, llena de luces, donde la vida pasa como un torbellino. Encontró un buen trabajo, alquiló un piso con vistas al parque del Retiro, todo le iba sobre ruedas. Sus padres, gente humilde y de pueblo, vivían en un pequeño lugar de Castilla, donde el tiempo parecía haberse detenido. Huerto, gallinas, una tele vieja, ya sabéis, como en los tiempos de antes. Arturo casi no les llamaba, siempre ocupado, sin tiempo ni fuerzas.

Hasta que un día, dos años después, decidió visitarlos. No solo, sino con Lina, su novia. Les dijo: «Mamá, papá, esta es Lina, mi amor, mi futuro». Abrió la puerta, y allí estaba ella: alta, esbelta, con el pelo verde como la hierba en primavera, tatuajes en el cuello y los brazos, maquillaje llamativo, como de otro planeta. Chaqueta de cuero, vaqueros rotos, botas pesadas; nada que ver con lo que estaban acostumbrados en el pueblo.

El padre de Arturo se levantó de la silla, pálido como si hubiera visto un fantasma. Y la madre se tapó la boca con la mano, conteniendo un grito.

«Buenas tardes», dijo Lina en voz baja, dando un paso adelante.

La madre retrocedió como si Lina fuera algo peligroso. El padre preguntó: «¿Esto es una broma, Arturo? ¿Esta es tu prometida?».

«¡Sí!», respondió él con firmeza. «Nos queremos. ¿Qué problema hay?».

La madre no pudo contenerse: «¡Mírala! ¡Parece una vagabunda! ¿Qué dirán los vecinos? ¿Y la abuela? ¡Le va a dar un infarto!».

Lina bajó la mirada, los dedos le temblaban, pero no lloró. Solo había dolor en sus ojos, un dolor antiguo. Arturo le defendió: «¡Vivimos en 2025! Ella es artista, trabaja con niños y ayuda en un refugio de animales. Tiene el corazón más puro que conozco. ¿Y vosotros la juzgáis por su apariencia?».

La madre se desplomó en una silla, sin fuerzas. El padre salió al patio sin decir palabra. Un silencio que pesaba como una losa. Arturo murmuró: «Lo siento, Lina, no pensé que reaccionarían así».

Pero Lina levantó la cabeza, con orgullo en la mirada: «Lo entiendo. Mi familia tampoco me aceptó. Pero yo aprendí a valerme por mí misma. Si tus padres quieren conocerme, estaré aquí».

Le cogió la mano y dijo: «Vamos a casa».

Afuera empezó a llover, una lluvia fina y cálida, como si quisiera limpiar las lágrimas del día. El camino de vuelta fue silencioso, Arturo apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Estaba enfadado, avergonzado, culpable. Lina miraba por la ventana, serena, aunque con cansancio en la mirada.

«Lo siento», dijo él. «Pensé que al menos intentarían entenderte».

«Arturo», respondió ella suavemente, «eso es su miedo, no el mío. Tú me elegiste a mí. Eso es lo único que importa».

Pasaron los días. Su vida seguía: café por las mañanas, trabajo, el taller de Lina, tardes junto a la chimenea. Arturo intentaba olvidar aquella visita. Hasta que una noche, llamaron a la puerta. Era su madre, sin avisar, con una bolsa de empanadillas.

«Hola, hijo», dijo. «¿Puedo pasar? Quiero hablar».

Lina salió de la cocina y se quedó quieta al verla. Las dos mujeres se miraron, segundos que parecieron eternos. La madre rompió el silencio: «Perdóname, Lina. Tuve miedo. No de ti, sino de lo que no entendía. He reflexionado. No eres solo tu apariencia, eres una persona. Y has hecho a mi hijo mejor».

Lina no lo creía al principio, pero cogió las empanadillas y murmuró: «Gracias».

Se sentaron a tomar té, riendo mientras la madre recordaba cómo ella también, de joven, se pintaba las sombras de ojos verdes. No era un cuento, era la vida real, donde a veces el miedo retrocede.

Dos semanas después, la madre llamaba a Lina, la visitaba, le enviaba croquetas, incluso le preguntó por un regalo para su sobrina. Arturo estaba feliz de que hubieran empezado a llevarse bien. Pero un día llegó a casa y sintió un silencio pesado. Su madre estaba sentada, los brazos cruzados, el rostro serio. Lina, de pie junto a la ventana, no se giraba.

«¿Qué pasa?», preguntó.

«Pregúntale a ella», contestó su madre con frialdad. «¿Por qué no dijo que estuvo casada? ¡Y que tiene un hijo en un orfanato!».

Lina se volvió despacio. No había lágrimas en sus ojos, solo cansancio. «No lo oculté. No sabía cómo decirlo. Tuve a mi hijo a los diecinueve. Mi madre me echó de casa. Mi marido era un drogadicto. Lo di en adopción porque vivía en un sótano. Pero trabajé, ahorré y lo busqué. En un mes lo recuperaré».

La madre miró a Arturo: «¿Quieres vivir con alguien así, con tantos secretos?».

Él miró a Lina. Y no vio secretos, vio fortaleza. «Sí», dijo sin dudar. «Y tú, madre, si no la aceptas, no vuelvas más con tu “preocupación”».

La madre se levantó y se fue sin decir nada.

Un mes después, Lina recuperó a su hijo. Dani, pequeño, callado, que se asustaba con los ruidos fuertes. Arturo jugaba con él, hacían barquitos de papel, le leía cuentos. Poco a poco, el niño empezó a abrirse.

Y una tarde de primavera, la madre de Arturo volvió. Sin flores, sin disculpas. Con un libro infantil. Abrazó a Dani y le dijo: «Hola, soy tu abuela».

Lina contuvo las lágrimas. Sabía que, para que algo crezca, hay que plantar la semilla. Y esperar a que el hielo se derrita.

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