El niño susurró en el féretro de su madre y sorprendió a todos en la iglesia.

Bueno, tío, te cuento lo que pasó allí en aquella iglesia. Una quietud de esas que te pesa, casi se podía tocar. Olía a incienso, a llanto, y a ese dolor tan hondo que no tiene palabras. La gente cabizbaja, cada uno con su propio peso encima. Parecía que el tiempo se había parado.

Y de pronto… pasos.

Muy suaves, descalzos.

Un niño, tendría seis años, se levantó. Sus movimientos eran dudosos, pero en la cara tenía una seriedad como si de repente se hubiera hecho mayor. No dijo nada. Solo caminó, abriéndose paso entre los bancos, hasta quedar junto al ataúd.

Se quedó ahí, como esperando permiso. Luego, muy despacio, apoyó su orejita en el pecho de su madre. Ni un ruido. Pero seguía escuchando. Como si algo, más allá del silencio, pudiera responder.

Pasó un minuto. Quizás dos.

La gente empezó a cuchichear, alguien sollozaba. Y de repente… él levantó la cabeza. Los ojos muy abiertos, llenos de terror pero también mezclados con esa fe pura de niño. Se volvió hacia todos, miró fijamente al cura y dijo:

— Ella me ha dicho: “No me despedí de ti…”

Se quedaron mudos. Hasta las velas de los cirios parecieron temblar.

Una mujer de atrás se desmayó. Otro tiró el misal. El cura dio un paso hacia el niño, a punto de hablar, pero no le dio tiempo… porque el chiquillo añadió:

— Ha dicho que me espera… esta noche.

Se hizo un silencio de muerte.

Al niño se lo llevaron enseguida, diciéndole que eran imaginaciones suyas. Pero nadie durmió tranquilo aquella noche. Y de madrugada…

La vecina del piso de abajo juró haber visto subir por la escalera una silueta de mujer de luto, con un niño detrás.

Desde entonces nadie los volvió a ver.

Y el ataúd, por la mañana, estaba vacío.

Pasaron tres días después del entierro. La casa de la madre y el niño quedó tapiada. Los familiares renunciaron a la tutela, demasiado asustados por aquella noche. Demasiadas cosas… no cuadraban.

El niño se llamaba Adrián. Un crío callado, pensativo; desde que murió su padre casi no hablaba. Solo con su madre. Parecía que se entendían sin palabras. A veces, cuando ella se dormía, él se quedaba junto a la cama, tocándole la mano… como si fuera un amuleto.

Ella lo era todo para él.

Cuando enfermó, nadie pensó que sería tan rápido. En quince días se apagó. Ni por vejez, ni por un accidente. Como si algo se la hubiera llevado desde dentro. Los médicos decían: el corazón. Pero el niño sabía que no solo eso.

Tras el entierro lo acogió una tía suya. Esa misma que nunca quiso a la madre de Adrián y evitaba al niño. Por la noche oía que él susurraba en sueños. Una vez… de repente se incorporó en la cama y dijo:

— Ella está en la puerta. Pero tú no mires, no te llama.

La tía llamó al cura a la mañana siguiente.

Pero el cura, el mismo del entierro, palideció al saber quién lo llamaba.

— Con este niño… pasa algo raro —dijo—. Mejor no tocarlo. Recen. Y cierren las ventanas de noche.

Al cuarto día empezó lo de verdad.

El guarda del cementerio, el viejo Paco, llegó corriendo a la iglesia, hecho un lío.

— ¡que el ataúd está vacío! ¡No está ella! ¡Ni cuerpo, ni ropa… como si nunca hubiera estado allí!

El cura en persona fue a comprobarlo. La lápida, intacta. Los candados, firmes. El ataúd, cerrado. Pero dentro…

— Vacío.

Esa tarde empezaron los rumores por el pueblo. La gente decía que la madre de Adrián no había muerto, sino que se había ido a un lugar desde el que se puede volver. A medianoche los niños oían una voz de mujer tras las ventanas. Algunos vieron en la huerta a una mujer con el pelo largo y negro, que susurraba:

— ¿Dónde está mi hijo?…

La tía, enloquecida, echó a Adrián de casa. Lo dejó plantado en el portal del asilo de la parroquia, y se marchó sin mirar atrás.

El cura anciano, don Miguel, lo acogió en una celda junto a la suya. Había visto mucho, pero este caso este…

— Aquí hay algo antiguo —susurró, mirando a Adrián a los ojos—. ¿Oyes su voz?

El niño asintió.

— Todas las noches. Me llama. Dice que tiene frío, que nos dejaron algo sin acabar.

— ¿Qué cosa? —preguntó el cura.

Adrián pensó. Y luego susurró:

— Ella juró que siempre estaría conmigo… incluso más allá.

La séptima noche, como cuenta la tradición, las almas arrancadas sin compasión pueden regresar.

Don Miguel lo sabía. Por eso se quedó en vela.

El reloj de la iglesia dio las doce.

Empezó un viento fuerte. Las velas de las celdas se apagaron una tras otra, como si una mano intencionada las fuera apagando.

Y en ese momento, Adrián desapareció.

La puerta de la celda cerrada por dentro
Y aquel recién nacido cerró su manita, el círculo con alas marcado ya en su palma, demostrando silenciosamente que la promesa no se había ido, solo esperaba dar otro giro mientras la luna llena brillaba sobre el tejado de la antigua iglesia.

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El niño susurró en el féretro de su madre y sorprendió a todos en la iglesia.