Amor a Través del Odio

**Amor a través del odio**

Dolores Martínez estaba junto a la ventana, mirando cómo su vecina Carmen colgaba la ropa en el patio. Cada movimiento le parecía exageradamente lento, como si la otra lo hiciera a propósito para lucirse frente a las ventanas de los demás.

—Otra vez esta bruja haciéndose la interesante —murmuró Dolores, apretando el borde de la cortina—. Seguro que piensa que todo el mundo la admira.

Carmen, sin embargo, seguía colgando las sábanas recién lavadas, tarareando algo por lo bajo. Era tres años menor que Dolores, pero a sus cincuenta y ocho, parecía más joven. El pelo siempre impecable, los vestidos planchados, los zapatos relucientes. Y esa forma de llevar la cabeza alta, la espalda recta… le sacaba de quicio a Dolores.

Llevaban más de veinte años viviendo en pisos contiguos, y todo ese tiempo entre ellas había habido una tensión extraña. Todo empezó por una tontería: un día, Carmen le dijo que Dolores plantaba los geranios mal en el jardín. Le quiso aconsejar. Dolores lo tomó como una intromisión.

—¡Yo sé cómo cuidar mis plantas! —le espetó—. ¡No me dé lecciones!

—Solo quería ayudar… —Carmen se quedó desconcertada—. A mí me salían preciosos en mi pueblo.

—¡No necesito su ayuda! —Dolores le volvió la espalda con rabia.

Desde entonces, se saludaban con frialdad o, más a menudo, fingían no verse. Dolores veía malicia en cada gesto de Carmen. Si se compraba un bolso nuevo, pensaba que lo hacía para presumir. Si cocinaba y el olor a bizcocho llenaba el portal, creía que lo hacía para humillarla.

—Mamá, ¿por qué te tomas todo tan a mal? —le decía su hija Lucía cuando la visitaba—. Es una mujer normal, ¿qué tiene de malo?

—Tú no la conoces —respondía Dolores, amargada—. Parece educada, pero en el fondo… ¿Te acuerdas del gato de los Ruiz? ¡Se lo robó!

—¡Mamá, el gato se fue solo! Los Ruiz lo tenían abandonado, y ella lo cuidó. Eso no es robar.

—¡Claro, claro! ¡Todo lo hace bien, es una santa! —Dolores cerró la nevera de un golpe.

Por su parte, Carmen sufría igual. No entendía por qué Dolores la odiaba tanto. Intentó acercarse varias veces: le llevó magdalenas, le ofreció ayuda con la compra. Pero Dolores siempre la rechazaba.

—No hace falta, gracias —contestaba fría—. Yo puedo sola.

Ni siquiera aceptaba las magdalenas. Decía que estaba a dieta, aunque Carmen la veía comprando dulces en el supermercado.

—No la entiendo —suspiraba Carmen al teléfono con su hermana—. Nunca le hice nada, pero me mira como si fuera su enemiga. ¿Habré dicho algo malo sin darme cuenta?

—Déjala, mujer —le decía su hermana—. Hay gente así, no todos van a quererte.

Pero a Carmen le dolía esa distancia. Era sociable, le gustaba charlar con los vecinos, compartir noticias. Y tener a alguien cerca que la miraba con desprecio… le pesaba.

Una tarde de invierno, Carmen volvía del súper con bolsas pesadas. La acera estaba helada. Resbaló y cayó al suelo, esparciendo la compra. Se lastimó la rodilla y no podía levantarse.

—¡Ay, qué dolor! —gimió, intentando recoger las naranjas rodadas.

En ese momento, salió Dolores del portal. La vio y, por un instante, dudó. Pensó: «Que se joda, que se quede ahí». Pero enseguida se avergonzó. Carmen estaba en el suelo, dolorida, con frío.

—Levántese —le tendió la mano—. Despacio, no se apure.

Carmen agarró su mano con alivio y, con esfuerzo, se puso en pie.

—Gracias —susurró—. Creo que me hice daño en la rodilla.

—Recojamos la compra primero, luego vemos —Dolores empezó a guardar lo caído sin decir más—. ¿Tiene yodo en casa?

—Sí, creo que sí.

—Desinféctelo bien, por si hay herida. Y póngase hielo, para que no se le hinche mucho.

Juntas recogieron todo, y Dolores la ayudó a llegar al ascensor.

—Gracias de nuevo —repitió Carmen, pulsando el botón—. No sé qué habría hecho sin usted.

Dolores asintió en silencio y se dio la vuelta. Pero esa noche no pudo dejar de pensar en lo ocurrido. Le daba vueltas a la expresión de Carmen: agradecida, pero sorprendida, como si no esperara ayuda de ella.

—¿Qué pensaba? —reflexionó Dolores, preparando su té—. ¿Que iba a ignorarla? ¿Qué clase de persona cree que soy?

A la mañana siguiente, oyó a Carmen bajar las escaleras con dificultad. El ascensor estaba otra vez roto, y ella necesitaba ir a la tienda. Dolores asomó la cabeza.

—¿Qué tal la rodilla?

—Duele, pero se aguanta. Gracias por ayer.

—Bah, no fue nada —hizo una pausa—. Oye, ¿adónde va? Si es al súper, yo puedo ir… Total, también tengo que comprar.

Carmen la miró sorprendida.

—¿De verdad no le importa? Se lo agradecería mucho. Aquí tiene la lista —le pasó un papel—. Y el dinero.

—¿Qué dinero? No hace falta —Dolores cogió la lista—. Leche, pan, nata… Entendido. ¿Algo más?

—No, gracias. Con eso basta.

Cuando Dolores volvió con la compra, Carmen le esperaba con una tarta.

—Es para usted. La hice ayer. De manzana.

—No hace falta —empezó a decir Dolores por costumbre, pero se detuvo—. Bueno… gracias. Me encanta la de manzana.

Se quedaron ahí, en el rellano, incómodas. Tantos años de tirrias, y ahora, de repente, compartiendo postres.

—Puede pasar, si quiere, a tomar un café —se atrevió Carmen—. Ya que le he dado la tarta…

Dolores iba a negarse, pero algo la hizo asentir.

El piso de Carmen era idéntico al suyo, pero muy distinto en detalles. Todo ordenado, con gusto. Macetas en las ventanas, fotos en las paredes.

—Qué bonito lo tiene —reconoció Dolores.

—Bah, lo normal. Siéntese, pongo la cafetera.

Bebieron café casi en silencio, hablando solo del tiempo o de los precios. Pero poco a poco, el ambiente se relajó.

—¿Quién es? —Dolores señaló una foto de un hombre con uniforme militar.

—Mi marido. Murió hace ocho años.

—Lo siento, no sabía.

—No pasa nada. Fue cáncer. Todo muy rápido, en seis meses —Carmen hizo una pausa—. ¿Y usted?

—Divorciada hace años. Mi hija vive lejos, casi no viene.

—Ya veo.

Terminaron el café, y Dolores se levantó.

—Gracias por el detalle. Y por la tarta.

—No hay de qué. Gracias a usted por la compra.

Después de eso, algo cambió entre ellas. No se hicieron amigas —demasiados años de distancia— pero la hostilidad desapareció. Se saludaban, a veces hablaban un rato en el portal.

Poco a poco, Dolores empezó a ver que Carmen no era tan engreída como creía. Llevaba la espalda recta porque le dolía, por años trabajando de dependienta. Se arreglaba porque le gustaba cuidarse,Y así, entre charlas de más café y cuidados compartidos, descubrieron que el cariño a veces crece donde menos se espera, incluso entre paredes que antes separaban corazones.

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