—¿Qué sabrás tú de cocinar! —soltó bruscamente Valentina Petrovna, arrebatándole la cazuela a su nuera Lena—. ¡Hacer gachas de mijo es todo un arte!
Lena estaba plantada en medio de su propia cocina, sin dar crédito a lo que veía. Hacía solo tres días que su suegra se había mudado con ellos «hasta que acabaran las obras», y ya había logrado darle la vuelta a su vida como un calcetín.
—Valentina Petrovna —dijo Lena con calma—, esta es mi cocina. Yo decido qué cocinar.
—¿Tuya? —soltó una risita su suegra—. ¿Y quién pagó este piso? ¡Mi hijo! Así que aquí mando tanto como tú.
En ese momento, algo dentro de Lena se rompió.
A sus cuarenta y dos años, estaba acostumbrada a ceder. Trabajar en una guardería le había enseñado paciencia. Pero lo que estaba pasando en su casa ya rayaba en lo absurdo.
Valentina Petrovna había aparecido el domingo con tres bolsas gigantes.
—Tendré que quedarme una semanita o dos —anunció con energía.
Sergio, el marido de Lena, como siempre que se trataba de su madre, se convirtió en un pelele.
—Claro, mamá, quédate todo lo que necesites.
Y empezó el desastre. Valentina Petrovna lavó toda la ropa, reorganizó los muebles, tiró la mitad de las plantas —«son trampas de polvo»—. Al segundo día atacó la cocina, desechando todas las especias «raras». Sergio no dijo ni pío.
—Venga, aguanta un poco —le susurró a su mujer—. Es mi madre. Y tiene más experiencia.
En ese instante, Lena supo que no podía contar con nadie.
Y entonces, por la mañana, llegó el colmo. Lena se despertó con olor a quemado. Al llegar a la cocina, vio una cazuela humeante y a Valentina Petrovna hablando por teléfono junto a la ventana.
—¡Valentina Petrovna! ¡Algo se está quemando!
—Bah, no exageres —respondió su suegra, haciendo un gesto con la mano.
Lena corrió hacia los fogones. La cazuela estaba perdida.
—¡Era mi cazuela favorita!
—¿Y qué? ¡Pero las gachas han quedado de rechupete, con su crujientito!
En eso, Sergio apareció en la cocina.
—¿Qué pasa aquí?
—Tu mujer gritando por una cazuela —se quejó Valentina Petrovna.
—Lena —dijo Sergio, cansado—, no te pongas así. Mamá solo intenta ayudarnos.
Entonces, algo en Lena hizo clic. Miró a su marido, a su suegra, a la cazuela arruinada.
—¿Saben qué? —dijo con voz tranquila pero firme—. Ya está bien. Valentina Petrovna, si aquí manda usted, pues cocine. Y limpie. Y lave. Yo me voy al súper.
—¿Qué haces? —preguntó Sergio, perplejo.
—Lo que debí hacer hace tres días. Defender mi casa. Y usted, Valentina Petrovna, puede quedarse. Pero bajo MIS normas. Esta es MI casa, y aquí la que manda soy YO.
—¡Cómo te atreves! —se indignó su suegra—. Sergio, ¿estás oyendo esto?
—Sí —respondió él, inesperadamente sereno—. Mamá, Lena tiene razón. Esta es su casa, y ella pone las normas.
Valentina Petrovna abrió la boca, estupefacta.
—¡Pero soy tu madre!
—Por eso mismo debes respetar a mi mujer y mis decisiones —afirmó Sergio con firmeza.
Los días siguientes transcurrieron en un silencio incómodo. Valentina Petrovna ponía cara de ofendida, pero cumplía las reglas de Lena. A la semana, hizo las maletas.
—¿Ya terminaron las obras? —preguntó Lena.
—No —respondió su suegra, secamente—. Pero me voy a casa de mi hermana. Allí… hay más paz.
Lena asintió. Sabía que su suegra solo huía de un lugar donde no podía imponerse.
Cuando la puerta se cerró, Lena no sintió alivio, sino vacío.
—No te preocupes —la abrazó Sergio—. Mamá es rencorosa, pero se le pasa. Creo que ha entendido que contigo no se juega. Siempre supe que no eras una pusilánime, y estoy orgulloso de ti.
Esa noche, Lena estaba en la cocina con un café. Su casa. Sus normas. Su vida. Había aprendido que a veces hay que enseñar los dientes para ganarse el respeto. Y que un hombre de verdad apoya a su mujer, incluso si debe elegir entre ella y su madre. Fuera, florecían nuevas violetas. La vida seguía, y ahora Lena sabía algo: era la dueña no solo de su hogar, sino de su destino.