Hace muchos años, en un caserío perdido de Castilla, apareció una mujer joven que se instaló en una casa abandonada al final del pueblo. La gente de allí desconfiaba de los forasteros. Alarmados, avisaron al guardia civil del pueblo. Este revisó sus papeles y tranquilizó a todos, diciendo que era una pariente lejana de la difunta abuela Agustina, que había fallecido años atrás a los noventa y seis. “Nunca supo la abuela Agustina de familia, ni hijos tuvo”, murmuraban incrédulos.
La joven, llamada Marisol, comenzó a arreglar la casa. Cavó unos surcos en el huerto abandonado y sembró algo. La gente se reía. ¿Quién planta en pleno verano? Pero pronto brotó un verdor exuberante. “Aquí hay diabluras”, decían, y así le quedó el mote de *la bruja*.
Era callada, evitaba a la gente, y los secretos siempre avivan el chismorreo. Pronto corrieron rumores: que había huido de Madrid por un amor desgraciado, que llevaba joyas robadas de algún ricachón, y por eso se escondía en aquel lugar perdido.
Hasta que un día, el hijo de una vecina se atragantó con una pieza de un juguete. Azul, ahogándose. El médico más cercano estaba a leguas, y sin coche a mano. Desesperada, la madre corrió hacia la casa de Marisol. Esta lo agarró, lo sacudió boca abajo, le dio unas palmadas en la espalda, y el niño escupió el objeto.
Desde entonces, la respetaron… pero también la temieron. Sin embargo, un mozo del pueblo, Rodrigo, se enamoró de ella. Su madre lloraba: “Hay mocitas de sobra, ¿y él se encapricha con una mujer mayor?” Se plantaba frente a la casa de Marisol, gritando que le había hechizado al hijo, que lo tenía embrujado. Rodrigo la llevaba de vuelta a casa, pero siempre regresaba.
Vivieron su amor, ajenos a los murmullos. Al año, Marisol dio a luz a una niña, Lucía. Tres años después, vino otra, Mariana. La gente, al final, los dejó en paz. Cada uno tenía sus propias penas.
Hasta que una tormenta derribó parte del tejado. Rodrigo subió a repararlo, pero al bajar, resbaló y cayó. Se fracturó la columna. Marisol lo llevó al hospital de la capital, pero volvió sola. Un mes después, trajeron a Rodrigo en una silla de ruedas. “Castigo por sus brujerías”, cuchicheaban.
Marisol lo cuidó con devoción. Lo sacaba al porche, donde él tallaba animales de madera para las niñas o tejía cestas. Los hombres del pueblo lo envidiaban. “Ahí lo tienes, la mujer lo mima como a un niño”, murmuraban.
El amor obra milagros. Poco a poco, Rodrigo intentó ponerse de pie. Un día, se le cayó el cuchillo de tallar por las escaleras. Marisol estaba en el huerto. Él, empeñado, quiso bajarlo mismo. Se levantó, pero perdió el equilibrio. Junto al porche había una hoz. Marisol la dejó allí después de segar hierbas. Al caer, Rodrigo se la clavó en el cuello.
Marisol se consumió de dolor. Las niñas apenas la apartaron del ataúd. Se quedó sola. Sin la pensión de Rodrigo, sin sus trabajos. Sobrevivió, pero murmuraban que vendía joyas robadas.
Lucía, la mayor, se fue a estudiar peluquería a Valladolid. Volvía los fines de semana, y las vecinas le llevaban a los niños para cortarles el pelo. Le pagaban con comida.
Sin hombre, la vida era dura. Marisol aceptaba ayuda de los mozos—que le arreglaban la valla o el tejado—pero nunca los dejaba pasar de la cocina. Hasta que un día, las mujeres celosas fueron a su casa. Exigieron que compartiera sus secretos de juventud. “¡Tantos años y ni una arruga! ¡Reparte esos diamantes o te quemamos la casa!”
Cuentan que Marisol salió a la puerta, repentinamente envejecida, el pelo cano. Las mujeres huyeron. “Bruja de verdad”, temblaron.
La pena quebró su salud. Ya no salía del huerto. Mandaba a Mariana por la compra. Pero la niña creció rebelde y hermosa. Solo pensaba en bailar. La noche antes de los exámenes, quiso ir a la verbena. Marisol se lo prohibió. Se oyeron gritos.
La vecina, Eulalia, vio a Mariana salir corriendo como alma que lleva el diablo. A medianoche, alguien golpeó su ventana. Era la muchacha, temblando. “Madre… Mamá…”, balbuceó, señalando hacia su casa.
Eulalia corrió. Encontró a Marisol fría junto a la lumbre, sangre seca en la sien. Llamó a su marido. Entre los dos la tendieron en la cama, y llevaron a Mariana con ellos. Esta juró que no había querido matarla, que solo la empujó al forcejear. El guardia civil lo dio por accidente.
Lucía vino para el entierro. Las hermanas no se hablaron. Esa noche, Mariana huyó. Eulalia recordaba que llevaba unos pendientes que brillaban como estrellas.
“Jamás vi cosa igual…”
Los rumores resurgieron: que Marisol sí tenía joyas, que Mariana las robó y huyó, que quizá por eso murió.
Lucía intentó callar las malas lenguas, pero en los pueblos el chisme es diversión. Al tiempo, ella también desapareció. La casa, ya ruinosa, se inclinó más. Los chavales rompieron ventanas, buscando tesoros.
Pasaron siete años.
Eulalia, encorvada como un olivo viejo, volvía de la tienda cuando vio a una mujer joven en el banco de Marisol, y un niño de unos cinco años golpeando ortigas con un palo.
—¿Mariana? ¿Has vuelto? ¿Es tuyo el niño? —preguntó.
Era ella, pero pintada y con melena roja. Se abrazaron.
—No puedo entrar. ¿Podría el tío Román forzar la cerradura?
Román lo hizo. Dentro, había ropa rasgada, almohadas abiertas. Él tapió la ventana rota.
—Arréglalo y ven a comer —dijo Eulalia.
En la mesa, Mariana confesó su vida en la ciudad: un novio que la abandonó, un hombre que resultó ladrón, el desahucio.
—Me quedaré un tiempo —dijo.
—Bien hecho. Tu madre vino huyendo, y sobrevivió. Tú también —asintió Eulalia, dándole patatas, pan y aceitunas.
Esa noche, Mariana llamó a su puerta, aterrada.
—Algo recorría la casa… Susurraba. Kolya lo oyó. —Había nombrado al niño como su padre.
—Será tu conciencia —dijo Eulalia, sospechando.
Mariana bajó la vista.
—No volveré. Ella no me perdona…
—Quédate aquí —ofreció Eulalia.
Pero Mariana aceptó vivir con Baltasar, un viudo del pueblo. Vendía su leche carísima a los veraneantes.
Hasta que una noche, la casa de Marisol ardió. No quedó nada. Al día siguiente, los niños revolvían las cenizas cuando Kolya encontró un trozo de oro y diamantes fundidos.
—¡Mío! —gritó Mariana, arrebatándoselo a Baltasar.
—Así que era verdad —murmuró él—. Por eso mataste a tu madre.
Esa noche, ella huyó con el niño y el dinero de Baltasar.
Años después, Lucía regresó con su marido. Solo halló ruinas. Eulalia, ya casi ciega, le contó lo ocurrido.
—Tonterías —dijo Lucía.
Nunca más las vieron.
Corrió el rumor de queY dicen que a Lucía se la vio años después en un pueblo costero, viviendo en paz con el niño, lejos de los diamantes que solo trajeron desdicha.