*Diario personal, 12 de marzo*
Si hubiera sabido que acabaría así…
El autobús brincaba sobre los baches. El conductor maldecía al esquivar los charcos, incluso invadiendo el carril contrario. Pocos pasajeros a estas horas, un día laboral cualquiera.
Alberto miraba por la ventana la nieve sucia y derretida. Pronto llegaría la primavera, y después, el verano. En otro bache, el autobús saltó, y el conductor soltó otro improperio.
—Así nos quedamos sin ruedas.
Al fin, apareció la verja del cementerio, con sus hileras de lápidas oscuras.
Cada visita aquí le llenaba de una angustia opresiva, como si la vida se le escapara entre los dedos. Pensar que algún día descansaría aquí le helaba el alma. No venía por voluntad, sino por obligación. Lo dictaba la tradición: visitar a los difuntos en fechas señaladas. Le remordió la conciencia y suspiró hondo.
El autobús se detuvo. Los pasajeros bajaron, estirando las piernas. Todos se dirigieron hacia los puestos de flores artificiales alineados junto a la verja. Alberto caminó lentamente, buscando flores frescas. Los colores estridentes de los plásticos le hacían daño a la vista. Al final, encontró a una mujer con un cubo de claveles rojos.
Compró cuatro y entró al cementerio. Los caminos estaban encharcados. Intentó evitarlos, pero bajo la nieve fangosa también había agua. Se arrepintió de llevar sus viejas botas de invierno.
Casi al borde del bosque, giró a la izquierda. Reconoció la tumba de su mujer por la cruz. «Debería poner una lápida. ¿O esperar? Quizá nuestro hijo podría encargarse después…». A su alrededor, ya no quedaban cruces temporales. Miró hacia el mar de lápidas nuevas, tantas desde su última visita en otoño.
Saltó la pequeña verja y se hundió en la nieve, pisoteándola para compactarla. Notó que los pies se le habían mojado.
—Hola, Carmen.
Desde la foto descolorida enmarcada junto a la cruz, su mujer le sonreía. Amaba esa imagen. Así la recordaba, aunque aquí solo tenía treinta y seis años.
Recordó aquel cumpleaños. Había salido temprano por flores, y al volver, Carmen ya estaba despierta, vestida con un traje nuevo. Él le regaló unos pendientes de oro. Ella se los puso al instante, radiante. Él capturó ese momento con la cámara. Como si fuera ayer…
—Feliz cumpleaños. Hoy cumplirías cincuenta y seis. —Alberto buscó dónde colocar los claveles.
La tumba estaba cubierta de flores artificiales clavadas en la tierra. Esas no se marchitaban ni perdían color, como si las hubieran puesto ayer.
Se agachó, arrancó una ramita de flores amarillas frente a la cruz y la hundió en la nieve al pie de la tumba. En su lugar, dejó los claveles. La tierra estaba helada, los tallos frágiles no penetraban. Además, la nieve se derretiría, y las flores caerían. Lucían humildes entre los plásticos chillones, pero eran vivas.
—Te echo de menos. Pero no puedo venir a menudo. Perdóname y no te enfades. Yo merezco estar aquí, no tú. La vida decidió por nosotros…
Hab”Y al final, mientras el sol se ponía tras las lápidas, Alberto comprendió que el verdadero castigo no era la culpa ni la soledad, sino seguir viviendo con el recuerdo de todo lo que pudo ser y nunca fue.”