Todo es diferente de lo que parece

Todo no es lo que parece

Antes de comenzar su ronda matutina, la enfermera Lucía entró en la sala de residentes y, en voz baja, le confió:

—Doña Carmen, la paciente de la habitación cinco, la señorita Vega, no ha parado de insistir en que le devuelva su ropa y la deje irse a casa. Usted me pidió que le avisara.

—Gracias, Lucía. Yo me encargaré. —Carmen se ajustó un mechón de pelo que se escapaba de su cofia y se dirigió a la habitación cinco.

En la cama junto a la ventana, una chica yacía de espaldas, mirando hacia la pared.

—Buenos días, Estrella. ¿Qué ocurre?

Estrella se giró bruscamente y se sentó en la cama.

—Déjeme irme, por favor. No aguanto más aquí. En casa al menos podría distraerme, hacer algo, pero aquí… —Rompió a llorar y miró a Carmen con súplica.

—No llores, por Dios. Le harás daño al bebé. ¿O es que te has arrepentido de tenerlo? —preguntó Carmen con severidad.

—No, no me he arrepentido. Me siento bien. Le prometo que en casa guardaré reposo, daré paseos tranquilos y no haré tonterías. Por favor, déjeme ir. Hace un tiempo tan bonito, y yo encerrada en esta habitación asfixiante… —La chica esbozó una tímida sonrisa.

—Muy bien. Mañana te haremos análisis y una ecografía. Si todo está en orden, te daré el alta —prometió Carmen.

—¡Gracias! —Estrella juntó las manos como en una oración—. Le juro que tendré cuidado, y si me siento mal, le llamaré de inmediato.

Carmen salió de la habitación. Seguía sin entender cómo su hijo, Javier, había podido enamorarse de esa chica pálida y sin gracia. Su hijo, un hombre apuesto, con un buen puesto en una empresa importante… Bueno, *había* tenido un buen puesto. Carmen se corrigió mentalmente. Era su elección, y debía respetarla. Si Javier la amaba, ella también intentaría quererla.

En la universidad, Javier se había enamorado perdidamente de Lucía, una chica radiante y llena de vida. Hacían una pareja preciosa. Pero al año, Lucía lo dejó por un extranjero. Javier sufrió tanto que abandonó las clases. Carmen temió que perdiera la carrera.

Con el tiempo, se serenó, terminó sus estudios y consiguió un buen trabajo. Pero durante años no quiso saber nada de mujeres. Hasta que conoció a Estrella, frágil, rubia, casi invisible, el polo opuesto de la deslumbrante Lucía. Tal vez creyó que una chica así no lo traicionaría.

—Mamá, te presento a Estrella —dijo el día que la llevó a casa.

Carmen tuvo que hacer un esfuerzo para no torcer el gesto. Todas las Estrellas que había conocido en su vida habían sido falsas: frágiles por fuera, calculadoras por dentro. Esperó que aquello no durara, que eran demasiado diferentes.

Cuando Javier anunció que se casarían, Carmen contuvo sus palabras.

—¿Ya habéis puesto los papeles? —fue lo único que preguntó, en lugar de felicitarlos.

—Todavía no. ¿No te alegras? —su hijo la miró con preocupación.

—Lo importante es que tú estés feliz —respondió ella.

Javier le regaló un anillo con un diamante, que ahora brillaba en su delgado dedo. La boda se pospuso para agosto. Carmen esperaba que, para entonces, algo ocurriera y Javier cambiara de opinión.

Y entonces, sucedió lo peor. En el cumpleaños de un amigo, Javier bebió, no quiso conducir y mandó a Estrella a casa en taxi. Él decidió caminar para despejarse. En un callejón oscuro, vio a dos hombres arrastrando a una chica hacia un coche. Ella gritaba pidiendo ayuda.

Javier intervino. Uno de los tipos le clavó un cuchillo en el vientre. El coche se marchó con los hombres y la chica, y Javier quedó tendido en el asfalto. Lo encontraron al amanecer, pero ya era tarde.

Carmen, sin querer, culpó a Estrella. ¿Por qué no insistió en que volviera con ella en taxi? También se culpó a sí misma. ¿No lo había criado para ser así?

Pensó que no sobreviviría al dolor. Pero volvió al trabajo. Y poco después, Estrella ingresó en su planta con diez semanas de embarazo y riesgo de aborto. Todo indicaba que era el hijo de Javier. Estrella lo confirmó.

Carmen le dio los mejores medicamentos, vigiló que siguiera todas las indicaciones. Se aferró a la idea de que tendría un nieto y haría lo posible para que naciera. Un niño sería maravilloso. Pero si era niña, también la quería, porque era hija de Javier.

Antes del alta, Carmen le preguntó si su madre la esperaba.

—Mi madre no lo sabe —respondió Estrella, avergonzada.

—¿Cómo? ¿Por qué no se lo has dicho? —se sorprendió Carmen.

—Me crió sola. Siempre tuvo miedo de que terminara como ella. Y ahora…

—Pero Javier te pidió matrimonio. Iba a ser tu marido. Si hubiéramos sabido que estabas embarazada, no habríamos pospuesto la boda —se justificó Carmen.

—Yo misma no estaba segura. Quería esperar a estar segura antes de decírselo. Y no tuve tiempo. Ahora tendré que criarla sola —dijo Estrella con tristeza.

—Pero nos tienes a nosotros. Llevas al hijo de Javier, nuestro nieto. Te ayudaremos. ¿No le dijiste que estabas en ginecología? —se dio cuenta Carmen.

Estrella asintió y bajó la cabeza.

—¿Seguro que quieres irte a casa? ¿No prefieres quedarte un poco más? —preguntó Carmen con suavidad.

—No. Quiero irme. Le prometo que se lo diré. Doña Carmen, muchas gracias. Pensé que, después de lo de Javier, ya no significaría nada para ustedes.

—Tonterías. Prométeme que vendrás a vernos y nos llamarás.

—Lo prometo —dijo Estrella con ligereza.

A Carmen no le gustó que ocultara su embarazo. Quien mentía en una cosa, podía mentir en otras. Demasiado diferentes eran ella y Javier. Y, una vez más, Carmen se preguntó cómo había caído su hijo en sus redes.

Durante días, intentó llamarla, pero Estrella no contestó. Fue a su casa. Nadie abrió.

Estrella no apareció ni llamó. Carmen se preocupó por ella y por su nieto. Dos días después, al volver del trabajo, oyó voces y risas desde el recibidor. Se quitó los zapatos y entró en la cocina. Allí estaba Estrella, y su marido, Antonio, a su lado, contándole algo.

Estrella no parecía triste o afligida, sino todo lo contrario. Fue la primera en ver a Carmen y la miró consternada.

—No te oí llegar. Solo le ofrecí un té a Estrella. ¿Por qué vas descalza? —Antonio miró a Estrella—. Ah, sí —murmuró, incómodo.

Estrella llevaba las zapatillas de Carmen.

—Hola, Estrella. Te he llamado —dijo Carmen, aliviada de verla bien.

—Perdí el teléfono. Vine para que no se preocuparan. Se lo he contado todo a mi madre. —Sus ojos brillaron de lágrimas.

—Carmencita —Antonio miró de Estrella a Carmen, desconcertado—… su madre le echó una bronca y la echó de casa.

Carmen se sentó frente a Estrella.

—No llores. Quédate con nosotros. Eres parte de esta familia. —Suspiró, presCarmen cerró los ojos y, al abrirlos, se encontró con que su nieta, Yaiza, corría hacia ella con los brazos abiertos, y supo que, a pesar de todo, la vida seguía adelante. .

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