—Hola. Al final nunca fuimos juntos al cine aquella vez —dijo él lo primero que le vino a la cabeza, olvidando las frases preparadas de antemano.
Pablo y Rita estaban sentados en el paseo marítimo, soñando con entrar en la universidad, graduarse, comprar un piso…
—Me compraré un cochazo, el más guay. Y todo nos saldrá bien —afirmó Pablo, lanzando una piedra al agua.
—Iremos de vacaciones a la playa o al extranjero —añadió Rita, mirando cómo se disipaban las ondas en el agua—. Pero primero hay que aprobar la selectividad. ¡Qué pereza estudiar! —se quejó, aunque con una sonrisa.
—Lo conseguiremos —Pablo rodeó con el brazo los hombros de Rita y la atrajo hacia sí.
Les parecía que nadie antes había amado como ellos, y que jamás nada los separaría.
—Vámonos a casa, mi madre debe estar preocupada. Además, hace frío. —Rita se levantó del banco y soltó un pequeño grito al notar el dolor. Sus zapatos nuevos le habían hecho rozaduras. Se los quitó y siguió descalza por las losas frescas del paseo.
—¿Vamos mañana al cine? Están echando una peli buena… —propuso Pablo mientras caminaban, hablando sin parar de todo y de nada.
—Hasta mañana —dijo Rita al llegar a su portal. Se alzó de puntillas, le dio un beso en la mejilla a Pablo y entró corriendo.
—¿Así que compro las entradas? —le gritó él desde la calle.
Rita no contestó, solo le lanzó una sonrisa antes de desaparecer.
La ciudad aún dormía, pero la corta noche de junio ya terminaba. Amanecía, y las estrellas se apagaban en el cielo. Era el primer día de la vida adulta de los recién graduados.
Pablo entró sigilosamente en su casa para no despertar a su madre. Se desvistió y se durmió enseguida, feliz, seguro de lo que vendría. Por la tarde ya estaba bajo la ventana de Rita. Ella asomó la cabeza y, al instante, salió por la puerta.
—Tengo las entradas —dijo Pablo, agitando los billetes frente a ella.
—Lo siento, Pablito, no puedo. Ha llegado mi tía de Alemania. Se ha casado y me deja su piso en Madrid. Nos vamos mañana con ella para verlo… Me mudo allí.
—¿Y cuándo volverás? —preguntó él, sin entender del todo.
—No lo sé. Haré la carrera allá.
—¿Y yo? ¿Y nosotros? Soñábamos con estar juntos… —Pablo no daba crédito.
—Pablito, es una oportunidad única. No es la luna, puedes visitarme. ¡Oye! ¿Por qué no vienes tú también a estudiar a Madrid? —Los ojos de Rita brillaban—. En serio, ¿qué te parece?
—¿Y dónde viviría? ¿Qué dirían tus padres? Yo no tengo una tía generosa que me deje un piso, ni dinero. ¿Cómo se lo digo a mi madre? Está sola…
—Ya se nos ocurrirá algo —respondió Rita, como si nada.
—¿Cuándo te vas? —preguntó él con voz apagada.
—Mañana por la mañana. Tengo que hacer la maleta… Todo ha pasado muy rápido. Pablito, mis padres no me dejarán quedarme, ni lo intentes. Si me quieres, encontrarás la forma de estar conmigo.
—Y si tú me quisieras… —Pablo no terminó la frase. Dio media vuelta y se marchó a paso rápido.
Rita le gritó, pero él no se volvió. Solo cuando estuvo lejos, redujo el paso, arrastrando los pies. No eran gatos los que le arañaban el corazón, sino una manada de lobos. «Se irá, hará nuevos amigos, me olvidará… ¿Quién soy yo? Un chico de pueblo…», pensaba, atormentándose.
—Pues qué más da, que se vaya. Sobreviviré. Lo conseguiré todo… Te arrepentirás… —murmuró mientras caminaba.
En casa, se tiró en la cama y pasó dos días sin moverse. Su madre hasta pensó en llamar al médico.
—Deberías empezar a estudiar, Pablo. Si no lo haces, no entrarás en la universidad y te llamarán a la mili. Entonces Rita no volverá, pensará que eres un fracasado.
Las palabras de su madre lo sacudieron. Se obligó a abrir los libros, aunque solo veía a Rita. En los descansos, hacía flexiones en el parque para no pensar en ella. Decidió cumplir todo lo que habían soñado juntos. Entonces iría a Madrid y… Pero primero, aprobar.
Y aprobó, para alegría de su madre. Cada día esperaba una carta de Rita. Él no escribió porque no tenía su dirección. Más tarde, se maldijo por haberse portado como un niño, por no despedirla, por no pedirle datos… Ahora mismo iría a buscarla, pero ¿cómo encontrarla en una ciudad de millones? Los vecinos no sabían nada.
Durante la carrera, Pablo vivió esperando que Rita apareciera o escribiera. En cuarto, vinieron reclutadores de empresas y él se apuntó a una fábrica nueva en las afueras de Madrid. Así estaría más cerca de ella.
Su madre lo apoyó. A los seis meses le dieron un piso. Al año, se casó con Lucía, una morena risueña de contabilidad. Tuvieron una hija, Margarita.
—No me gusta ese nombre, suena antiguo —protestó Lucía.
—¡Es clásico! Marga. ¿A que mola? —insistió Pablo.
Diez años después, Pablo era subdirector. Tenía una casa grande, un Audi y viajaba por trabajo. Su madre vendió su piso y se mudó con ellos para cuidar a la niña.
Una noche soñó con Rita. Estaba en el paseo marítimo, con el río fluyendo detrás. «Al final nunca fuimos al cine», le dijo tristemente.
Con los años, Rita se desdibujó en su memoria. Pero tras ese sueño, empezó a buscarla. Tecleó su nombre en una red social, filtrando por Madrid. Nada. Solo al añadir su pueblo natal, la encontró.
Fotos de una casa con piscina, un róttweiler, un niño… «Vivo en Alemania, casada, con un hijo…». Ella logró más de lo que soñaron. Él también tuvo éxito, pero una punzada le atravesó el pecho.
Le escribió un mensaje corto. Ella no respondió. Y vio que no entraba desde hacía dos años.
Entonces pensó: «¿Y si creó el perfil para que la encontrara?». La idea lo iluminó. Quizá ella también lo buscaba.
Un amigo policía le dio la dirección de sus padres.
—¿En Madrid? ¿En serio? —dudó el amigo.
—Por favor, búscalos. No pueden haberse esfumado.
Días después, el amigo llamó:
—Vendieron el piso y se fueron. Pero tengo los datos del padre. Apunta…
Lucía notó que Pablo estaba raro. Un día, revisó su portátil y vio el perfil de Rita.
—¿Desde cuándo me engañas? —le espetó al llegar.
—¿Qué? ¡Ni loco! —se indignó él.
—¿Y quién es esta? —señaló la foto.
—Una compañera del insti. La encontré por casualidad.
—Por casualidad… —repitió ella—. Mi madre me dijo que tuviste un amor juvenil. ¿Sigues obsesionado? ¿Por eso le pusiste Margarita a nuestra hija?
Trabajaste todos estos años para ella: casa, coche, puesto… Ahora eres un triunfador, no un chico de pueblo. Querías que viera lo lejos que has llegado y que se arrepintiera.
Era verdad. Se avergonzó. Lucía,Pablo miró a Lucía a los ojos, le tomó las manos y, con una sonrisa sincera, dijo: “Tienes razón, pero ahora mi vida eres tú y Marga, y no cambiaría eso por nada en el mundo”.