Una mujer pensaba que vivía con dignidad.

En una ciudad de España vivía una mujer llamada Dolores Martínez. Creía llevar una vida más que digna. Es cierto que no tuvo suerte en el amor ni tuvo hijos, pero poseía un piso impecable y ordenado, y un trabajo respetable como contable en una fábrica de muebles.

Así, Dolores llegó tranquila a los cincuenta años, satisfecha con su existencia, especialmente al compararla con la de sus vecinos. Le gustaba pensar que, al menos ella, lo había hecho todo bien. Al fin y al cabo, era una buena persona que nunca hizo daño a nadie.

Sus vecinos, en cambio, eran un desastre. En su mismo rellano vivía, por ejemplo, una mujer ya mayor, pasados los sesenta, que tenía el pelo teñido de azul. ¡Qué vergüenza! A su edad, casi jubilada, vistiendo ropa ajustada y vaqueros. Todo el mundo se reía de ella. “La loca del barrio”, pensaba Dolores, orgullosa de su propia apariencia discreta y acorde a su edad.

De la tercera vecina ni hablar. Solo tenía veintiún años y ya tenía una hija de unos cinco años. Seguro que se quedó embarazada en el instituto. ¿Dónde estaban sus padres? Ah, claro… no los tenía. Vivía sola con la niña y, para colmo, se había hecho amiga de la anciana del pelo azul. Mientras la joven trabajaba, la vecina cuidaba de la pequeña.

A Dolores no le sorprendía. “Los pájaros del mismo plumaje vuelan juntos”, pensaba. “A mí me evitan. Ven a una persona decente y ni siquiera me miran a los ojos. Un ‘hola’ en el ascensor y nada más”.

El último vecino, un hombre de unos treinta, le había dejado pasmada la primera vez que lo vio. ¡Tatuajes por todo el cuerpo! ¿Acaso era normal ir así por la vida? Claro que no. En su juventud, Dolores ya despreciaba a esa gente. “Si no tienen nada interesante que aportar, se llenan la piel de dibujos para llamar la atención. ¡Qué pena! Mejor hubiera sido que leyera un libro”.

Estos pensamientos la acompañaban cada día al cruzarse con sus vecinos, y al llegar a casa se consolaba pensando que al menos ella vivía como debía. A veces comentaba sus rarezas por teléfono con su única amiga, pues no tenían otro tema de conversación. “El tatuado”, “la madre precoz” y “la vieja excéntrica” eran los protagonistas de sus charlas.

Una tarde, Dolores volvía del trabajo con un humor especialmente malo. Había un faltante en las cuentas de la empresa, algo que nunca le había pasado en años, y todo el mundo la señalaba. Llevaba todo el día con dolor de cabeza y, de repente, un zumbido en los oídos y las piernas como plomo.

Logró llegar al portal y se dejó caer en el banco. Entonces sintió un leve roce en su brazo. Al levantar la vista, se encontró con la anciana del pelo azul.

—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal? —preguntó esta con preocupación.

—Me duele… la cabeza… —susurró Dolores.

—Venga, vamos a casa de Jorge, está hoy aquí. Está usted pálida.

—¿Jorge? —preguntó Dolores, confundida.

—Su vecino del tercero. Es cardiólogo. ¿No lo sabía?

Al llegar al piso, la anciana llamó a la puerta. Para su sorpresa, apareció el mismo hombre tatuado que ella consideraba un desastre.

Jorge le tomó la tensión, la hizo recostar en el sofá y le dio una pastilla. Pronto el dolor y el zumbido desaparecieron.

—No descuide su presión, incluso una mujer joven como usted debe controlarla —dijo el médico con una sonrisa cuando ella se recuperó.

—Gracias —murmuró Dolores, avergonzada al recordar sus comentarios sobre él. “Prejuzgó su apariencia, y resulta que salva vidas”, pensó.

—No hay de qué. Si necesita algo, aquí estoy.

Al volver a casa, Dolores se tumbó en el sofá, reflexionando sobre lo equivocada que había estado. Incluso la anciana del pelo azul era buena persona.

Poco después, alguien tocó a su puerta. Era la vecina mayor, llevando de la mano a la hija de la joven madre, a quien Dolores siempre había juzgado por su maternidad temprana.

—Solo quería ver cómo seguía —dijo la anciana—. Perdone que traiga a Anita, pero Claudia está trabajando… Hacía tiempo que quería conocDolores, conmovida, les invitó a pasar y mientras servía el té, comprendió que quizás la vida no era tan simple como siempre había creído.

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Una mujer pensaba que vivía con dignidad.