Seis meses bajo el mismo techo que mi suegra: cómo destruyó nuestro matrimonio
Hace medio año, mi vida se convirtió en un bucle sin fin de nervios. Fue entonces cuando mi suegra, Carmen López, anunció que no podía seguir viviendo sola. Lágrimas, presión, habló de soledad y miedo por las noches. Presionó tanto a mi marido que, sin consultarme, la trasladó urgentemente a nuestro piso de dos habitaciones en el centro de Sevilla.
Ella, por cierto, tiene su propia casa con jardín y una cocina amplia. Pero al parecer, allí se había vuelto “demasiado silencioso”. Aunque nadie la abandonó, nadie la ignoró. La visitábamos, le llevábamos comida, ayudábamos con las medicinas. Pero ella decidió lo contrario: quería control total. Sobre su hijo. Sobre mí. Sobre nuestra vida.
Carmen es una mujer insoportable. Terco, caprichosa, con delirios de grandeza. Mientras su marido vivió, aún mantenía las apariencias. Pero después de su muerte, cuando desapareció la única persona que la contenía un poco, comenzó el verdadero infierno.
Primero, el luto. Todos estábamos afectados por la pérdida. Ella realmente sufría, y yo, a pesar de la frialdad en nuestra relación, intenté estar a su lado. No la dejamos sola ni un día. Pero después de unos meses, en sus ojos volvió a encenderse una chispa. Y, por desgracia, no de calidez, sino de dominación.
Empezó con los comentarios sarcásticos hacia mí:
—Al menos podrías peinarte antes de recibir a tu marido.
—¿Qué es esta carne? Parece suela de zapato. ¿No te enseñó a cocinar tu madre?
Y luego, las comparaciones constantes: —Mira, el hijo de Lucía se come el cocido y lo alaba. Y el tuyo, en cambio, pone una cara…—. Claro que Lucía es su sobrina, con tres hijos y un marido que no respira sin su permiso.
Cuando sugirió que nos mudáramos a su casa, me opuse con todas mis fuerzas. Sí, su casa es más grande. Pero allí no podría ni respirar en paz. Y nuestro piso, aunque pequeño, está en el centro, cerca del trabajo, la guardería, las tiendas. Y lo más importante: es nuestro hogar. Pero nadie me escuchó. Mi marido solo atendía a ella:
—Mamá, estás sola… Claro que sí, vente, quédate con nosotros un tiempo.
Le supliqué que lo pensara. Le advertí. Sabía cómo terminaría todo. Pero él prometió:
—Será temporal. Yo me ocuparé. No dejaré que te moleste.
Han pasado seis meses. En este tiempo, he dejado de reconocerme. Me he vuelto irritable, cansada, vacía. Cada día es igual. De la mañana a la noche, atiendo a una mujer adulta y capaz que, por alguna razón, cree que debo girar en torno a ella como una camarera en un hotel de cinco estrellas.
—Té con limón, pero que no esté muy caliente.
—Ponme una serie, pero no esta, que me sube la tensión.
—Vamos a pasear, que estoy encerrada como un perro atado.
Y si algo no hago como ella quiere, se desata el drama:
—¡Me encuentro mal! ¡Llama a una ambulancia! ¡Es mi corazón!
Mi marido y yo llevábamos tiempo planeando unas vacaciones, soñando con escapar aunque fuera una semana a la costa, desconectar. Anhelaba ese respiro. Pero cuando lo mencionamos, Carmen montó un espectáculo. Lloros, lamentos:
—Otra vez me abandonáis. ¡Me siento fatal! ¡No le importo a nadie! O me lleváis con vosotros, o no vais a ninguna parte.
Mi marido, como siempre, se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué puedo hacer? Es mi madre…
Yo sí puedo. Ya no quiero más. No pedí palacios, diamantes ni una vida de lujo. Solo quería vivir con mi marido y mis hijos en un hogar donde nadie me vigilara ni me corrigiera al cortar zanahorias. Pero ni siquiera eso me dejaron tener.
La familia se desmorona. Siento cómo se va el respeto, el amor. Mi hombre eligió ser hijo. Y yo estoy harta de ser la víctima.
Si para él su madre es más importante que su esposa y su familia, que se quede con ella. No soy de hierro. Soy una mujer. No una sombra bajo la voluntad ajena. Y si el divorcio es el precio de mi paz, estoy dispuesta a pagarlo.