**Sombras del Pasado: Un Giro Inesperado del Destino**
Isabel Martínez estaba sentada en la cocina, mirando por la ventana con el corazón apesadumbrado. Su único hijo, Javier, no recordó el aniversario de bodas de sus padres y no llamó. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras pensaba cómo pasar aquel día triste. De pronto, el silencio se rompió con el timbre del teléfono. «¡Por fin! Me equivoqué al pensar tan mal de mi hijo», musitó Isabel, apresurándose a contestar. Pero al levantar el auricular, se quedó helada al escuchar la voz de su nuera. «Isabel, tengo un asunto importante», comenzó Claudia con determinación, sin dejar que su suegra interviniera, y soltó una propuesta que dejó a Isabel sin aliento.
«¿Cómo? ¿La vendieron sin mi permiso?», exclamó Isabel, incapaz de contener la indignación. «¿Cómo pudiste, Javier? ¡No me lo esperaba de ti!»
«Mamá, ¿por qué te alteras así? Las cosas pasaron rápido. Encontramos un comprador, y necesitábamos el dinero con urgencia. Sabes que Claudia está emprendiendo su propia empresa. ¿Acaso debíamos esperar a que volvieras del balneario para preguntarte por la casa de campo?», replicó Javier, irritado.
«Pero, hijo, ¡cuántos recuerdos hay ligados a esa casa! –continuó Isabel, con voz quebrada. –También para ti. ¡Podrías haberme consultado!»
«Mamá, ya te lo expliqué todo», respondió Javier, cansado, y colgó.
Isabel estaba fuera de sí. Últimamente se sentía desplazada, como una extraña en su propia familia, y culpaba a Claudia por ello.
Desde que Claudia entró en sus vidas, Javier se volvió indiferente a los deseos y consejos de su madre. La noticia de la venta le partió el corazón. Cuando su esposo, Antonio, insistió en regalarles la antigua casa familiar en el pueblo de Vallehermoso como regalo de bodas, Isabel se opuso. Pero Antonio fue firme: «¿Por qué te aferras a esa casa? –decía. –Nosotros tenemos el piso. Que los jóvenes decidan si vivir allí o venderla. No tenemos ahorros para darles un regalo mejor. La casa es lo más valioso que tenemos. No discutas, está decidido».
Y así, cinco años después, Javier anunció que la vendieron. Isabel estaba segura de que, si Antonio viviera, jamás habría aprobado aquella decisión.
La casa era una joya: una construcción de dos pisos con maderas talladas, un amplio porche y balcones, enclavada junto al lago, rodeada de pinos. Fue donde Isabel y Antonio vivieron tras casarse, y esos días los recordaba como los más felices. La naturaleza, el silencio, los vecinos amables, los productos frescos de la zona—todo parecía un pequeño paraíso. Allí supo que sería madre. La casa estaba impregnada de sus mejores memorias.
Claudia, según Isabel, nunca valoró aquel regalo. Pocas veces visitaba la casa con Javier, y la idea de pasar la noche o una semana allí era impensable. «Soy de ciudad –afirmaba Claudia. –El campo es aburrido, calor, polvo y mosquitos. Yo necesito comodidad, ¡aire acondicionado!», decía, ajustándose el impecable esmalte de uñas.
Isabel seguía yendo, primero con Antonio y, tras su muerte, sola. En su corazón, la casa seguía siendo suya, soñando que algún día Javier se la devolvería para vivir allí en paz. A veces invitaba a su amiga Carmen, y ambas pasaban días tranquilos, lejos del bullicio urbano.
«Tienes una casa preciosa, Isabel –comentaba Carmen. –Si la vendieras, sacarías buen dinero. Estas propiedades están cotizadas, y la naturaleza aquí vale más que cualquier resort».
«No la venderemos –respondía Isabel. –Es un recuerdo de los padres de Antonio». Soñaba con vivir allí, recibir visitas o incluso alquilar habitaciones para complementar su modesta pensión.
Claudia, economista de formación, tras la maternidad no volvió a su trabajo en la gestoría. «No pienso trabajar por un sueldo mísero –declaraba. –Es humillante». Javier, ingeniero en una fábrica, la respaldaba: «Quédate con Lucas, mi sueldo nos alcanza».
Pero Claudia se aburría. Cuando su hijo creció, decidió abrir un salón de belleza. «¡Se me ocurrió algo! –anunció a Javier. –Vendamos la casa y compremos un local. Ya encontré uno perfecto, a buen precio».
«¿Segura de que podrás? –dudó Javier. –Nunca has llevado un negocio».
«¡Claro! –afirmó Claudia. –Contrataré profesionales, y tengo formación. Solo necesitamos vender rápido la casa».
«Me da pena –replicó Javier. –Es nuestra herencia, los recuerdos de abuelo y papá. ¿Y si pedimos un préstamo?»
«¡Nada de préstamos! –cortó Claudia. –La casa vale mucho, nos servirá para todo. Es vieja, ¿qué sentido tiene guardarla? Si no la vendemos ahora, perderá valor. Comprarán el terreno para urbanizar».
Sus argumentos, como siempre, sonaron convincentes. «Mamá se enfadará», suspiró Javier.
«Tiene su piso –refutó Claudia. –Si quiere campo, que alquile una parcela. La casa es nuestra, no suya».
Javier contrató una mudanza para sacar los muebles y pertenencias de su madre mientras ella estaba en el balneario—un regalo de aniversario de su hijo y nuera. Al volver, descubrió que la casa se había vendido, y sus sueños se desvanecieron.
Isabel sintió un mayor rechazo hacia Claudia. «Ella lo planeó todo, lo convenció», pensaba, quejándose con Carmen: «¡Vender el hogar familiar por un salón de belleza! ¿Cómo compararlo?»
«La casa no generaba ingresos –suspiraba Carmen. –El salón sí. Hoy todo se mide en ganancias. Una lástima, la pasábamos tan bien ahí».
Isabel dejó de visitar a su hijo. Le dolía oír a Claudia alardear del éxito del salón: clientes con meses de espera, todos encantados. «Una clienta sugirió abrir dos sucursales –contaba Claudia, orgullosa. –Dice que tengo talento y olfato».
«Casi una pitonisa», murmuró Isabel con sarcasmo, durante la fiesta de cumpleaños de su nieto Lucas.
«No se burle –replicó Claudia. –Ella tiene influencias, ayudará con locales».
«Todo por dinero –se quejó Isabel. –Nada sagrado. Vendieron la memoria de la familia».
«Y usted, por cierto, vive de nuestra ayuda –replicó Claudia. –Balnearios, reparaciones, electrodomésticos… todo con nuestro dinero».
Isabel se fue dolida. «¿Por qué me odia tanto? –se lamentó Claudia ante Javier. –Hago todo por la familia, incluso por ella».
«Necesita distraerse –sugirió Javier. –Antes la casa la mantenía ocupada; ahora rumia sola».
«¿Un club de jubilados?», propuso Claudia.
«No. Algo que compartan. Por ejemplo, trabajar en tu salón», sonrió Javier.
«¿Tu madre de recepcionista? –dudó Claudia. –¿Aceptaría?»
«Inténtalo», guiñó él.
Ese día, Isabel, sumida en nostalgia, esperaba en vano la llamada de Javier. El teléfono sonó, y su corazón saltó. Pero era Claudia. «Isabel, venga a trabajar conmigo», dijo sin rodeos.
«¿Qué?», balbuceó Isabel.
«Así es. Necesito alguien de confianza para supervisar el salón mientras abro nuevas sucursales. Buen sueldo, y tratamientos gratis: peinados, masajes, mascarillas».
Isabel se sorprendió: «No… no sé qué decir. Es inesperado».Isabel aceptó la propuesta de Claudia, y con el tiempo, no solo encontró una nueva pasión en el trabajo, sino que también descubrió que su nuera no era la enemiga que imaginaba, sino una aliada en su nueva vida.