**Alas Rotas del Amor: Cuando el Pasado Llama a la Puerta**
Lucía llegó a casa antes de lo habitual. El proyecto en el que había trabajado sin descanso, por fin estaba terminado, y decidió celebrarlo con su marido, Javier. Entró en el supermercado, compró sus golosinas favoritas —queso manchego, frutas y mariscos— y, tarareando, subió las escaleras.
—¿Javier, estás en casa? —llamó al ver sus zapatos y chaqueta en el recibidor.
Silencio. Ni la televisión, ni pasos, ni su habitual: «¡Ah, ya has vuelto! ¿Qué has traído?»
Lucía se sintió inquieta. Dejó las bolsas en el suelo y recorrió el piso. Había ropa de Javier por todas partes —camisas, calcetines, el cinturón—. En el dormitorio, al fin lo encontró. Estaba de espaldas, junto al armario abierto, con una maleta en una mano y una pila de camisas en la otra.
—¡Ahí estás! Voy a preparar la cena —dijo con voz alegre, pero temblorosa—. ¿Otra vez de viaje?
Javier se volvió. Su rostro estaba extrañamente sereno. Se acercó, le tomó las manos.
—Lucía, ve a la cocina. Prepara algo. Luego iré. Tengo que explicarte algo.
Ella no entendía nada, pero obedeció.
En la cocina, sus manos temblaban y las piernas le fallaban. Encendió el horno, comenzó a preparar la lubina al horno que tanto le gustaba a Javier, cortó una ensalada fresca, sirvió el queso. Se calmó un poco. «Seguramente estoy exagerando», intentó convencerse.
Pero en lo más profundo, ya sentía la tormenta que se avecinaba.
Pasaron veinte minutos. El dormitorio seguía en silencio. Entonces abrió la ventana —el viento cálido inundó la habitación—. Y casi sin ruido, Javier apareció detrás de ella. La abrazó por la espalda.
—La cena está lista —susurró, intentando girarse, pero él no la soltó. Al contrario, la apretó más fuerte.
—Lucía… Siempre has sido inteligente. Comprensiva. Espero que ahora también lo entiendas. Me voy.
El tiempo se detuvo.
—Esto es más fuerte que yo… Perdóname.
Había dudado, sufrido, no se atrevía. Llevaba seis meses dividido entre el pasado y el presente. Pero hoy todo se había decidido.
—Eres maravillosa. Buena. Inteligente. Pero no te quiero. Quizá te quise. O creí que era amor…
Se apartó bruscamente, agarró la maleta y salió corriendo, dejando a Lucía petrificada. A sus espaldas, la cena cuidadosamente preparada se enfriaba.
Permaneció allí, con los ojos vacíos, en un silencio que solo contenía desolación.
Aquella noche no durmió. Lloró, gritó en la almohada, miró al techo sin ver. Al amanecer, cuando por fin se dormía, alguien llamó a la puerta.
Era Javier. Igual que cuando se fue. A su lado, una rubia esbelta de ojos azules helados.
—Esta es Sofía —dijo él—. ¿Recuerdas que te hablé de mi amor de instituto?
Sí, lo recordaba. Fue después de Sofía que Javier quedó destrozado. Fue tras su traición que Lucía lo recogió trozo a trozo, cuando se conocieron en el aparcamiento del supermercado. Él casi chocó contra su coche.
Lo acogió en su vida, le dio cariño, ternura, un hogar. Y él… volvió con quien una vez lo abandonó.
—Nos reencontramos —continuó Javier—. Sofía se divorció. Empezamos a hablar. Iba a verla cuando te decía que estaba de viaje…
—¿Por qué han venido?
—Para que oyeras la verdad de mí, y no de otros. Sofía quería darte las gracias. Por cuidarme entonces. —Sofía asintió en silencio.
—Querrás que sea feliz, ¿verdad? —preguntó Javier, mirándola a los ojos.
Lucía cerró la puerta sin decir nada.
—¿En qué es mejor que yo? —lloraba en los brazos de su amiga Carmen—. Sí, es guapa. Elegante. ¡Pero lo traicionó, lo engañó! Y ahora vuelve, y él lo perdona todo.
Carmen quiso recordarle: «Te lo dije. No te involucres con un hombre que aún vive en el pasado». Pero calló. Solo le acarició el hombro y murmuró:
—Pasará. Tú también serás feliz. Te lo prometo.
—Pero yo ya había encontrado al mío. Era mi príncipe…
Durante dos semanas, Lucía no salió de casa. Luego volvió al trabajo. Andaba como un fantasma, sin oír los murmullos. Vacía por dentro.
—Esto no puede seguir así —dijo Carmen meses después—. Prepárate. Nos vamos a la playa.
Lucía se resistió. Miraba el teléfono, las fotos de Javier y Sofía, su vientre redondo.
—Van a tener un bebé, Carmen… A ellos les va bien…
—¡Y a ti también te irá! ¡Pero deja de mirar atrás! —replicó su amiga.
Poco a poco, todo cambió. Lucía revivió. Sonreía de nuevo. Se abrió a un compañero de trabajo que siempre le había sonreído. Y llegó la boda.
Carmen, ya con una pequeña barriga, comía su tercer helado en el salón de novias mientras Lucía se probaba el vestido.
—¡Serás la más guapa! —se reía—. Verás, todo irá bien.
Pero el destino ama las ironías.
Cuando Lucía volvió a casa, Javier estaba sentado frente a su puerta. Con una niña de tres años en brazos.
—Es mi hija, Marta. Sofía nos dejó. Dijo que quería empezar de cero. Sin nosotros.
—¿Y has venido… a mí? —su voz temblaba.
—No tengo a nadie más. Ayúdame…
—En cuatro días me caso, Javier.
Él asintió. Bajó la mirada.
—Lo entiendo. Pero yo… no puedo solo. No sé ser padre. No sé qué hacer.
Lucía miró a la niña dormida. Una manita reposaba bajo su mejilla.
—Te ayudaré en lo que pueda. Pero entre nosotros… se acabó. Para siempre.
El pasado puede volver en cualquier momento. Pero solo nosotros decidimos si lo dejamos entrar de nuevo.