La Sombra del Pasado

—¡Si no fuera por ti, viviríamos como gente decente! —Víctor clavó una mirada amarga en su esposa, la voz temblorosa de rabia contenida.

—Por favor, basta —susurró Ana, sin levantar la vista—. ¿Cuánto tiempo más vas a repetir lo mismo?

—¡Todo el que sea necesario! —gritó él—. ¡Hasta que admitas que lo arruinaste todo!

Su boda había sido casi treinta años atrás.

Cuando Víctor entró por primera vez en aquel piso de un pueblo pequeño en Castilla y saludó torpemente a los padres de Ana, tenía veintidós años. Un muchacho delgado, venido de un pueblo, sin ambiciones claras pero con los ojos brillantes y un sueño de vida mejor, no inspiraba confianza en ellos.

—Míralo bien —refunfuñó el padre—. Sin estudios, sin un trabajo decente, sin un duro en el bolsillo. ¿Con qué van a vivir?

—Anita, piénsalo —secundó la madre—. Si vienen los niños, ¿cómo los criarán? Quizá no hay que apresurarse.

—Es tarde —exhaló Ana, casi sin voz.

—¿Qué quieres decir con «tarde»? —se alarmaron los padres.

—Estoy esperando un bebé.

—Ya veo —cortó el padre tras una pausa—. Habrá boda. Viviréis aquí.

—Queríamos alquilar un piso —objetó Ana con timidez.

—¿Para qué? —exclamó la madre—. Hay espacio suficiente. Ahora necesitas descansar, comer bien. No, tu padre tiene razón: os quedáis con nosotros.

A los jóvenes les dieron una habitación amplia. Les permitieron amueblarla a su gusto. Acordaron que, al principio, serían una sola familia.

—En esta casa solo hay una dueña —dijo el padre con firmeza—. Vuestra madre lleva las riendas. Vosotros —miró a su hija— aportaréis para la comida y el alquiler. ¿Cuánto? Vuestra madre lo calculará. No temáis, no os sacará más de lo justo. ¿De acuerdo?

Ana y Víctor asintieron al unísono.

—Y otra cosa —la voz del padre se endureció—. La palabra de vuestra madre es ley. Lo que ella diga, se hace. ¿Claro?

—Claro, papá —Ana apresuró el final de la conversación, viendo el malestar de Víctor—. Estamos de acuerdo en todo. Gracias por recibirnos.

—No exageres —suavizó el padre—. Esta es vuestra casa. La cuestión es cómo nos llevaremos. Espero que encontremos un terreno común.

Y, en efecto, se llevaron bien. El padre de Ana, aunque no aprobaba del todo al yerno, se mantuvo reservado. No se entrometió en sus asuntos ni les dio lecciones. Nunca ofendió a Víctor con una palabra. La madre resultó ser una suegra cariñosa, cuidando del yerno como a un hijo.

Así lo creían los padres. Pero Víctor lo veía de otro modo.

—Me sacan de quicio, especialmente tu madre —susurraba a Ana—. «Hijito» para allá, «hijito» para acá. ¿Qué soy yo para ella? ¿Y tu padre? Sonríe, pero en sus ojos hay desprecio. No debimos quedarnos aquí. Hay que buscar un piso.

—Víctor, ¿qué piso? —Ana intentaba no perder la calma—. Voy a dar a luz pronto. Mamá me ayudará con el bebé. Y tu padre… te respeta. Quizá no te quiera, pero es normal: sois extraños. No es como si fuerais amigos.

—¡Exacto, extraños! —estalló Víctor—. ¡Que actúen como extraños, entonces, y no finjan ser mis padres!

—Nadie finge nada —se ofendió Ana—. Te lo inventas. ¡Deberíamos estar agradecidos de vivir aquí! ¿Has calculado cuánto cuesta un alquiler? ¿Y tu sueldo? ¿Con qué íbamos a vivir? ¿Con mi baja por maternidad?

Ana rompió a llorar.

—¿Así que mi sueldo no te parece suficiente? —explotó Víctor—. ¡Y no llores! ¡Tú tienes la culpa de todo!

Ana nunca entendió cuál era su culpa. Ni logró comprender qué enfurecía tanto a su marido.

Pero a Víctor no le gustaba nada: ni la casa donde vivía, ni su trabajo en la fábrica, ni la suegra y el suegro, a quienes apenas toleraba, ni su esposa con su eterno embarazo. En su pueblo, todo era más sencillo: el hombre era el dueño, su palabra era ley. ¡Aquí una mujer extraña gobernaba su vida!

Nadie sabe adónde habría llevado ese descontento. Pero sobrevino la desgracia.

El padre de Ana murió de repente. Solo tuvo en brazos a su nieta recién nacida —una niña preciosa— un par de días.

Tras el funeral, la suegra, entre lágrimas, les hizo prometer que no la abandonarían.

—No puedo imaginar vivir en esta casa sin él —lloró. Era imposible negarse.

Ahora, Ana y Víctor tenían dos habitaciones. La suegra se mudó a la más pequeña. Renunció a mandar en la casa, diciendo que necesitaba poco, que los jóvenes decidieran cómo vivir.

Víctor respiró aliviado. Se sintió dueño de su destino. Y empezó a mostrar el carácter que antes ocultaba.

Pronto, la suegra y Ana se sintieron como deudoras de Víctor por mantenerlas. Él no dejaba de recordárselo, ignorando tanto el subsidio de Ana como la pensión de su suegra. «Yo os mantengo», y punto.

Pasaron los años. Ana volvió a trabajar, Lisi empezó el colegio. Víctor siguió en la fábrica.

Una tarde, llamaron a la puerta. Era el primo de Víctor, Pablo. Venía a contar que abriría un taller mecánico en la ciudad. Habló de las perspectivas, aseguró que el negocio iría bien y que en un par de años tendrían una cadena. Le ofreció a Víctor ser su socio.

—¿Yo? ¿Socio? —se sorprendió Víctor—. ¡Si no sé nada de eso!

—Invertimos juntos, repartimos ganancias a medias. ¡Es sencillo! —Pablo le dio una palmada en el hombro—. ¡Anímate, primo!

Víctor se entusiasmó. Imaginó un piso nuevo, un coche caro, descansando en una playa bajo las palmeras. ¡Cuánto había soñado con eso!

Solo había un problema: ¿de dónde sacar el dinero?

—¡Tonterías! —dijo Pablo—. Yo venderé mi piso. Con eso basta para empezar.

Víctor miró a Ana. Ella claramente estaba en contra.

Pablo se fue, dejándoles tiempo para pensarlo, y Víctor empezó a presionar a su esposa.

—¡Es nuestra oportunidad! ¡No habrá otra!

—¿Cómo lo ves? —replicó Ana—. ¿Adónde iremos con la niña? ¿Y mamá? No aceptará. Es demasiado arriesgado.

Víctor insistió, discutió, pero Ana se mantuvo firme. No venderían el piso.

Dos semanas después, Pablo llamó. Al oír la negativa, soltó:

—Mala decisión. Lo lamentarás cuando sea tarde. —Y colgó.

La vida siguió. Lisi terminó el instituto, Ana trabajaba, la suegra llevaba la casa, y Víctor, con una mirada de hastío, ascendió a mecánico de quinta categoría.

El olor de las patatas fritas con ajo se mezclaba con el murmullo del televisor, donde el presentador hablaba de nuevas sanciones. Víctor comía en silencio, dejando marcas precisas del tenedor en el plato.

—Pablo llamó —dijo de pronto, sin levantar la vista—. Se ha comprado una casa en las afueras. Con piscina—Qué bien le va —respondió Ana, intentando mantener la calma, aunque sabía que esta conversación terminaría, como siempre, en reproches y semanas de silencio helado.

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